Penelope Spada: investigación criminal y terapia personal

(Este artículo fue inicialmente publicado el 17 de Julio de 2024, en la Revista digital Zenda)

 

El matrimonio formado por los escritores suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö cambió radicalmente el rumbo de la novela negrocriminal contemporánea.

En 1965, la pareja sueca publicó Roseanna, la primera de una serie de diez novelas  de treinta capítulos cada una: historias basadas en casos reales — Wahlöö fue reportero de sucesos— con las que querían hacer una crítica de la sociedad sueca. Juntos crearon a Martin Beck, un policía de la Brigada de Homicidios de Estocolmo que no respondía al estereotipo imperante en la época, herencia de la tradición detectivesca británica. Beck es una persona de carne y hueso —como los colegas que trabajan con él— que evoluciona ante los ojos del lector, libro a libro, en el marco de una «sociedad ya de por sí indisciplinada y postrada moralmente».

Sjöwall y Wahlöö estaban marcando el camino de cómo serían en adelante los investigadores de crímenes y convertirían las novelas negras en algo más que un mero entretenimiento.

Nace Penelope Spada

Ha pasado más de medio siglo de aquella publicación. La sociedad ha cambiado, pero los postulados del matrimonio sueco siguen estando vigentes. En este contexto, el escritor italiano Gianrico Carofiglio ha alumbrado a la investigadora Penelope Spada. Lo ha hecho con una novela escrita en primera persona, La disciplina de Penelope (Duomo Ediciones, 2022).


«Penelope Spada es un personaje alejado igualmente de cualquier estereotipo: es contradictoria, y por eso tan atractiva literariamente hablando»

 


Penelope es una exfiscal milanesa que hace labores de investigadora privada, «un trabajo irregular, sin licencia, al margen de Hacienda», que cobra «a ojo». Abandonó la magistratura por algo que calla y que le ha abierto profundas heridas psicológicas.

Penelope Spada es un personaje alejado igualmente de cualquier estereotipo: es contradictoria, y por eso tan atractiva literariamente hablando. Cuando va al supermercado compra «alimentos biológicos y sanos, pero también dos botellas de vino blanco, dos de tinto y una de bourbon». Fuma un paquete de cigarrillos diario, pero es muy deportista. Tan fuerte y decidida como frágil. Vive atenazada por una «rabia descontrolada», el estadio más elevado de la ira.

Me aventuro a decir que —quizá— Carofiglio decidió llamarla Penelope, como la mitológica esposa de Odiseo, por la relación de ambas con los hombres. «No confío en los hombres, supongo que porque en el fondo les tengo miedo», confiesa la investigadora.

Carofiglio, de fiscal a escritor

Gianrico Carofiglio, magistrado y fiscal antimafia, conoce muy bien el terreno que pisa: abandonó la judicatura para dedicarse a la escritura.


«Penelope es una mujer que duda; por eso pregunta y se pregunta. Repetidas veces se interroga sobre si lo que hace es correcto o no»

 

Se dio a conocer en Italia en 2002 con Testigo involuntario, que Umbriel publicó en España en 2007. Era la primera novela de una serie protagonizada por Guido Guerrieri (un alter ego del autor), un abogado romántico y melancólico de Bari, que quiere ser escritor. Una revista femenina italiana llegó a decir que muchas mujeres italianas estaban enamoradas de Guido Guerrieri. Quizás esto fuera así porque el abogado barinés presentaba muchos rasgos femeninos en su personalidad. En Penelope Spada sucede lo contrario: es fuerte y dura, y bebe en exceso, rasgos que tradicionalmente se han considerado masculinos.

Como abogado que era, Guerrieri no hacía investigaciones, solo actuaba ante los tribunales. Pero en el cuarto libro de la serie, Las perfecciones provisionales (La Esfera de los Libros, 2010), rompe con su máxima y se deja llevar por sus «veleidades de investigador»: acaso estaba poniendo la primera semilla de Penelope Spada. Y quizás una segunda: Las perfecciones provisionales —una excelente novela, muy filosófica— es un canto a las segundas oportunidades. Aunque, conociendo a Penelope, puede que pusiera voz a uno de sus pensamientos recurrentes y me dijera: «No estoy del todo convencida de que esta afirmación sea cierta».

Las emociones de Penelope Spada

Penelope es una mujer que duda; por eso pregunta y se pregunta. Repetidas veces se interroga sobre si lo que hace «es correcto» o no. Está obsesionada, «como una maldición o una condena» por lo que ella llama la «mediocridad moral» en la que vivimos: el intento de justificar nuestro comportamiento echando la culpa a los demás. Reflexiones éticas lanzadas a la cara del lector.


«Penelope ha madurado: está preparada para contar su historia, reconstruyendo su sentimiento de culpa; una culpa dolorosa por unos hechos irreparables»

 

En La disciplina de Penelope, la exfiscal acepta un caso, un desafío más por retomar aquella «época en que tenía un trabajo de verdad», que porque crea que hay algo que descubrir. Será a lo largo de la investigación, mientras pregunta y —sobre todo— escucha las historias de los demás, cuando Penelope reflexione sobre su propia vida. Aunque no sea consciente de ello, se está investigando a sí misma: el auténtico misterio por resolver. Aprende a poner nombre a sus emociones y sentimientos: «El psicofármaco más potente es un buen vocabulario», le había dicho su psiquiatra. Y vive una catarsis.

En este proceso de interrogación y duda encontramos a Penelope al comienzo de la segunda —y hasta ahora última, también en Italia— novela de la serie, Rencor (Duomo ediciones, 2023), en la que se funden pasado y presente. Penelope ha madurado: está preparada para contar su historia, reconstruyendo su sentimiento de culpa; una culpa dolorosa por unos hechos irreparables. Es la mejor de las dos novelas, con una estructura narrativa diferente a la primera.

El poder salvador de las historias es una idea central en la literatura de Gianrico Carofiglio.

«Las historias son lo que tenemos», escribe Carofiglio en el prefacio de El arte de la duda (Marcial Pons, 2010). Es este un libro muy curioso. Iba dirigido en primera instancia a abogados y magistrados para instruirles en técnicas de interrogatorio a testigos, basadas en procesos reales. Pero ocurrió algo que «no era esperable»: el libro comenzó a circular entre los lectores como una colección de relatos. Así que el exfiscal eliminó la parte jurídica y reescribió el libro.


«La crudeza de los inviernos suecos influía también en el carácter de aquellos policías suecos de mediados de los sesenta del siglo pasado, que la combatían veraneando en Mallorca o las Canarias»

 

No resulta extraña, por tanto, la belleza y concisión de los diálogos en la literatura de Carofiglio. En los dos libros protagonizados por Penelope Spada, los diálogos están limpios de acotaciones y apostillas, seguidos o precedidos en algunos momentos de reflexiones interiores de la investigadora, personales o profesionales.

La concreción no está solo en los diálogos. Carofiglio hace muy buena literatura con un estilo muy definido. Escribe con precisión y con una más que notable economía de lenguaje (son muy buenas las traducciones de Montse Triviño). En estas dos novelas, premeditadamente cortas pero intensas (224 y 252 páginas, respectivamente), hay escasas descripciones —salvo las estrictamente necesarias— de personas y lugares. Sí hay continuas alusiones al cambiante estado del tiempo en Milán, porque afecta al estado de ánimo de la protagonista. La crudeza de los inviernos suecos influía también en el carácter de aquellos policías suecos de mediados de los sesenta del siglo pasado, que la combatían veraneando en Mallorca o las Canarias.

Resultaría  muy fácil encasillar a Gianrico Carofiglio (solo) como autor de novelas negras. Eso equivaldría a reducir su literatura a la sucesiva resolución de enigmas criminales para pasar el rato, aquello contra lo que lucharon Sjöwall y Wahlöö hace sesenta años.

Los rebeldes hijos de la fantasía

(Esta reseña fue inicialmente publicada el 5 de Agosto de 2024 en la Revista digital Zenda)

 

Gustavo Adolfo Bécquer, en una atormentada introducción a Rimas y leyendas, escribe acerca de los «extravagantes hijos de su fantasía», que viven acurrucados en los «tenebrosos rincones» de su cerebro, que con él van y se agitan «como gérmenes que se estremecen en una eterna incubación» y son los causantes de sus «fiebres y abatimientos».

¿Hay una más clara definición de terror? ¿Cabe mejor manera de definir lo que es —y no es metáfora— un fantasma?

La escritora Elena Prado-Mas dice sentirse «deudora» del poeta sevillano en los cinco relatos de terror que ha incluido en el volumen El testamento de Cervantes (Ediciones Baile del Sol, 2024).  Los «rebeldes hijos de la imaginación y la fantasía» del último mohicano del Romanticismo español pululan en cuatro de los cinco cuentos de terror contenidos en este libro.

Fantasía e imaginación

El insomnio y la fantasía de una madre se mezclan en una agitada y desasosegante duermevela, en El interfono. Algo parecido ocurre en La piscina, un relato donde los límites entre el recuerdo y la imaginación se enmarañan en la mente de un metódico nadador, que busca un lugar donde poder practicar sin ser molestado. Lo que a la fotógrafa protagonista de La cumbre de la OTAN se le mezcla es realidad y ficción, literatura y realidad, aquella de los cuentos infantiles escuchados antes dormir. En La capilla de San Isidro, un sentimiento de culpa va atenazando poco a poco a un profesor de Literatura mientras corrige exámenes de sus alumnos y escucha el ensayo de un coro. Este relato nos remite a la leyenda Miserere, la historia de un músico errante que busca redención.


«Hoy, que, mientras nos comemos una pizza, vemos en nuestras pantallas a decenas de zombis invadiendo casas y ciudades, ya no nos asuntan las ánimas de los muertos»

 


Hoy, que, mientras nos comemos una pizza, vemos en nuestras pantallas a decenas de zombis invadiendo casas y ciudades, ya no nos asuntan las ánimas de los muertos o los esqueletos envueltos en jirones de sudarios, tan propios de las Leyendas becquerianas. Lo que sí nos aterra es que nos roben datos de nuestros dispositivos o que se usurpe nuestra identidad, fruto de una sobreexposición en redes. Esto es lo que cuenta el quinto de los cuentos de terror, de inquietante título: Lego.

Desconfinamiento

El volumen El testamento de Cervantes se completa con cuatro relatos temáticamente dedicados al Desconfinamiento, que fue «particularmente complejo y lento» en Madrid.  Aquí nació y reside la autora y aquí imparte clases de Lengua y Literatura en secundaria.

Si los escenarios de las leyendas del poeta de pelo ensortijado, perilla cóncava y mirada oblicua eran su Sevilla natal, Soria y Toledo, los relatos de Elena Prado-Mas tienen a Madrid como marco. A Madrid dedica la autora un prólogo: un emotivo canto a la capital de España, convertida en una suerte de monte Parnaso habitado por los escritores —bajo el cielo de Velázquez— que en esta ciudad han nacido, vivido o muerto; incluso sufrido, como Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán, que en Madrid fueron rechazadas como miembros de la Real Academia Española.


«Este cuento final está escrito al modo de los relatos costumbristas del XIX y cuya trama bebe de las comedias de enredo del teatro de nuestro Siglo de Oro»

 


La sede de la RAE está a pocos pasos de un enclave Patrimonio de la Unesco: el eje Paseo del Prado, el Buen Retiro, el Jardín Botánico y la aledaña Cuesta de Moyano. Es por estas calles por las que corretean los personajes de tres de los cuentos dedicados al Desconfinamiento, viviendo «una mezcla de esperanza y de miedo necesariamente explosiva», bajo la amenaza (aún) de un enemigo invisible.

Silenciosas tempestades

El cuarto relato de desconfinamiento, El testamento de Cervantes, que da título a esta colección de cuentos y la cierra, se aleja de los nueve relatos anteriores en extensión —es el más largo de todos—, estilo y lenguaje. En él se narran las artimañas de las que se valen un noble (voluntariamente confinado por sus propios fantasmas) y su criado para evitar que sea derruida la casa de Cervantes, durante el reinado de Fernando VII. Es por eso que este cuento final está escrito al modo de los relatos costumbristas del XIX y cuya trama bebe de las comedias de enredo del teatro de nuestro Siglo de Oro.

Al final de aquella atormentada Introducción, Gustavo Adolfo Bécquer decía no querer que aquellos hijos de su fantasía continuaran acumulándose en los desvanes de su cerebro; quería que «el arte los vista de la palabra» y sacarlos a «la escena del mundo». Es lo mismo que ha hecho Elena Prado-Mas en este volumen de cuentos: sacar a la luz las silenciosas tempestades que anidan en nuestras mentes.

La mocedades en el Siglo de Oro español

Portada de la edición original de Naufragio y peregrinación, de Pedro Gobeo de Vitoria

(Este artículo fue incialmente publicado el 22 de Junio de 2024 en la Revista digital Zenda.)

Los españoles de los siglos XVI y XVII eran gentes sedentarias. Aquellos que se aventuraban a emprender viaje tenían dos alternativas: ser soldados o cruzar el Atlántico y buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Como soldados, cabía enrolarse en los tercios y recorrer el llamado Camino Español, que cruzaba Europa desde Italia hasta los Países Bajos, o embarcarse para luchar contra el turco por el Mediterráneo.

La reciente (y feliz) aparición de la hasta ahora desconocida odisea de Pedro Gobeo de Vitoria, Naufragio y peregrinación (Crítica, 2023), viene a sumarsea los escasos relatos autobiográficos de la época. Fue publicado inicialmente en 1610. Y digo feliz porque solo hay un ejemplar —en una universidad alemana— de aquella única impresión, rescatado ahora por el Catedrático de Literatura, Miguel Zugasti, que lo ha tomado como base para esta edición, 400 años después.


 «Los tratados de ciencia de la época denominaban infancia a la etapa de la vida que iba desde el nacimiento hasta los cuatro años»

El niño Pedro Gobeo

Pedro Gobeo era un niño: «comencé mi viaje, siendo entonces de edad de trece años», pero ya «anhelaba salir de mi patria, pareciéndome que un hombre no había de vivir entre las paredes de su casa». Así justificaba su «deseo aventurero» de abandonar España y buscar fortuna en Perú, «de cuyas grandezas había oído harto».

Mientras leía esta extraordinaria narración, con la misma avidez con la que se lee una novela, no podía evitar pensar (salvando las oportunas distancias) en el relatode otro muchacho contemporáneo de Gobeo, el Discurso de mi vida del capitán Alonso de Contreras. «Salí a servir al rey de edad de catorce años», escribe este soldado en el título mismo de sus memorias. Apenas un adolescente.

Los tratados de ciencia de la época denominaban infancia a la etapa de la vida que iba desde el nacimiento hasta los cuatro años. Venía seguida de la puericia que finalizaba a los catorce, un tiempo dedicado a la escuela y a aprender un oficio. La etapa siguiente era la adolescencia, que transcurría entre los catorce y los 22 cumplidos, la fase de la vida —decían— para que el «futuro hombre» se hiciera.


«Después de un malhadado desembarco, peregrina 800 kilómetros por costas inhóspitas: estruja fango para beber, come raíces y cangrejos crudos, está a punto de ahogarse, ve morir a sus compañeros de expedición»

Pedro Gobeo de Vitoria (Sevilla, 1580) estaba pues al final de la puericia cuando se subió a una galera, capitaneada por un tío suyo, camino del Perú, «y conmigo otros dos casi iguales en edad y deseos». A los pocos días de navegación, vivió con «miedo» una tormenta nocturna en mitad del Atlántico y entró en batalla, escopeta en mano, con corsarios escoceses; acaba herido y muerto uno de los chicos de su misma edad. Después de un malhadado desembarco, peregrina 800 kilómetros por costas inhóspitas: estruja fango para beber, come raíces y cangrejos crudos, está a punto de ahogarse, ve morir a sus compañeros de expedición (uno de ellos entre sus brazos); y «flaquísimo, consumido y deshecho» cava su propia sepultura, «ayudándome de una conchuela». Estaba solo: «me hinqué de rodillas, alzando al cielo las manos y ojos, ciegos de llorar». Tenía «quince años de tan corta y malograda vida que aún no se habían cumplido». Fue uno de los 18 de 60 que sobrevivió. A los 17 ingresó en la Compañía de Jesús.

El niño Alonso de Guillén Contreras

Alonso de Guillén Contreras (Madrid, 1582), inauguraba su adolescencia, surcando el Mediterráneo, «en una nave que iba a Palermo», el primer paso para convertirse en un levente, «un soldado de la infantería española que, embarcados en las galeras de Nápoles, Sicilia y Malta, practicaban el corso, con métodos idénticos a los del enemigo», en palabras de Arturo Pérez Reverte. En los momentos iniciales de su alistamiento, por no tener la edad para ser soldado, le hacen mozo de cocina. No ceja en su afán, «vi algunos soldados que me parecían eran tan mozos como yo», hasta que, al poco, consigue sentar «plaza en la compañía del capitán Mejía». De él diría Ortega y Gasset que era «un ejemplo químicamente puro del hombre aventurero».


«En 1610, 17 años más tarde de aquella despedida, Isabel de Mena daría a una imprenta sevillana el manuscrito de Naufragio y peregrinación para su publicación»

La mayoría de edad en el siglo XVI se alcanzaba a los 25 años. Como menores que eran, Pedro de Gobeo y Alonso de Guillén, necesitaban la licencia paterna para partir. Los dos eran huérfanos de padre, así que acudieron a sus madres.

Todo apunta a que Pedro Gobeo era de familia bien («me crié con todo el cuidado posible»), y por el precioso castellano con el que se expresa en su relato, parece que había leído vidas de santos y algunos clásicos, educación propia de las familias ricas.

Las madres

La madre de Pedro Gobeo, Isabel de Mena, inicialmente «tomó el asunto a risa». Ante la insistencia del joven por embarcarse y con la amenaza cierta de escapar, «que, sin su permiso, hiciera mi gusto», la madre se da cuenta de que «no eran burlas mis intentos». Acaba aceptando la partida del muchacho: «A Dios te encomiendo y vete antes de que veas mi muerte», le dice, «traspasada de mil dolores, más muerta que viva». Con un pie en la galera, «me salí de entre sus brazos casi ahogado, embarcándome al punto».

En 1610, 17 años más tarde de aquella despedida, Isabel de Mena daría a una imprenta sevillana el manuscrito de Naufragio y peregrinación para su publicación.


«Al regreso, su madre, Juana de Roa Contreras, le había concertado un puesto como aprendiz de platero, que él rechaza airadamente»

 


Alonso de Contreras, cuyos padres «fueron pobres», se crió en las calle: «en saliendo de la escuela, como era costumbre, nos fuimos a la plazuela de la Concepción Jerónima». Era el mayor de 16 hermanos. «Estas familias prolíficas y famélicas dieron aquel enorme contingente de soldados que Castilla saco de sí», dejó escrito Ortega y Gasset.

Alonso cumplió en Ávila la pena por dar muerte con un «cuchillejo» a un compañero de escuela: «Me salvó el ser menor y me dieron una sentencia de destierro por un año». Al regreso, su madre, Juana de Roa Contreras, le había concertado un puesto como aprendiz de platero, que él rechaza airadamente: «yo quiero ir a la guerra». A lo que la madre le contesta: «¡rapaz que no ha salido del cascarón y quiere ir a la guerra!». Juana de Roa cede finalmente y le compra «una camisa y unos zapatos de carnero», y le da cuatro reales.  Y después de que «me echó su bendición, salí de Madrid». No dejó de visitarla cada vez que regresaba a España.

Alonso de Guillén Contreras será para siempre Alonso de Contreras, pues «quise tomar el apellido de mi madre andando sirviendo al rey como muchacho, y por tal nombre soy conocido».

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