Equilibrio entre razón y emoción. Manual de usuario

 

El equilibrio entre razón y emoción es lo que nos determina como seres humanos. Es un proceso dinámico. La razón y la emoción son parte integrada de nuestra función cerebral. Esta es la tesis que plantea Equilibrio. Manual  del usuario, el nuevo libro del cardiólogo y especialista en estrés, y docente argentino, Daniel López Rosetti.

«La dicotomía cartesiana entre mente y cuerpo es insostenible». —Daniel López Rosetti

EQUILIBRIO. Manual de usuario. Cómo pensamos, cómo sentimos, cómo decidimos. Daniel López Rosetti. Ariel, 2019. 314 páginas.

 

El modo en qué pensamos y cómo sentimos determinan nuestras decisiones. Nuestras decisiones configuran, en consecuencia, aquello que somos. Son estas decisiones las que nos van a permitir alcanzar el equilibrio. O sea, el bienestar. Sin embargo, no nacemos aprendidos. Aprendemos con el tiempo. «La experiencia—dice López Rosetti—  se gana tomando decisiones incorrectas».

Por lo tanto,  Equilibrio está planteado como un «manual de usuario —con el que no venimos cuando nacemos—, un libro que sirva, que sea útil».

 

No somos seres racionales, somos seres emocionales que razonan. Y claramente no es lo mismo.

—DANIEL LÓPEZ ROSETTI

La escalera hacia el equilibrio

 

El texto de Equilibrio se articula como si fuera una escalera de once peldaños, que se corresponden con los once capítulos del libro. El primero, que plantea la tesis del libro, se titula: «Razón versus emoción: un falso conflicto». Y el último, que es la consecuencia de los diez anteriores: «Equilibrio y bienestar».

Este último capítulo del libro finaliza con una declaración de intenciones del autor, que muy bien puede resumir el espíritu del libro:  el poema Desiderata de Max Ehrmann,  cuyo último verso dice: «Espero que seas feliz».

Escalera, relojes, equilibrio, corazón
«La vida comienza cada día. Cómo vivirla es una cuestión de filosofía personal». — Daniel López Rosetti

En los capítulos intermedios (del dos al diez), el autor habla—como si ascendiera peldaño a peldaño—, de la conciencia y el yo, de la empatía, de la memoria y los recuerdos, de la realidad, de pensar, sentir y los sentimientos, de las emociones y la salud. Y, finalmente, el penúltimo escalón: nuestras decisiones.

Y son estas decisiones las que pueden conducirnos a situaciones de estrés ( y el estrés llevado a sus estadios superiores es sufrimiento) o al bienestar y a la deseada felicidad.

El corazón decide, la razón justifica.

—DANIEL LÓPEZ ROSETTI

 

En las páginas finales de Equilibrio, López Rosetti propone, además, un Test de Inteligencia Emocional, que el lector puede realizar solo siguiendo las indicaciones. Se trata del test que crearon Peter Salovey y John Mayer. Estos dos psicólogos norteamericanos fueron los primeros en hablar de Inteligencia Emocional en 1990, aunque fue cinco años más tarde Daniel Goleman quien la popularizó.

Frank Sinatra tenía razón

 

López Rosetti recurre a la filosofía (desde Sócrates, Aristóteles y Platón,  a Descartes, Kant y Spinoza, pasando por el budismo),  a la ciencia última del cerebro («vivimos en una época de neurocentrismo»), al cine, a la literatura y a la música para explicar los mecanismos de las emociones,  cómo tomamos decisiones o qué es la realidad.

Valga como ejemplo de lo dicho la canción que inmortalizó Frank Sinatra, My way (A mi manera). López Rosetti recurre a esta canción para explicar algo tan complejo como la realidad («la realidad no existe»), entendida esta como la suma de percepciones y pensamientos. El asunto no es baladí, ya Platón (el mito de la caverna) y Aristóteles lo habían planteado.

Igual que Sinatra tenía «su manera» de ver el mundo, cada uno de nosotros tenemos la nuestra. Nadie, en consecuencia, percibe la realidad como otro ser humano.

No importa lo que sucede, sino lo que uno cree que sucede. Se puede cambiar la realidad, si se cambia su entendimiento.

—DANIEL LÓPEZ ROSETTI

De amplio espectro

 

Cualquier manual de usuario que se precie debe ser claro y, a ser posible, conciso, así como ha de atajar cualquier eventualidad que pueda surgirle al consumidor.

Equilibrio es claro y sencillo, lo que no significa que carezca de rigor. Está escrito en un tono didáctico (no en balde el autor dedica el libro a un antiguo profesor), incluso ameno, lo que facilita su lectura.

Tal como puede leerse en algunos prospectos farmacéuticos, Equilibrio es como muchos antibióticos: de amplio espectro. Es decir, es un libro apto para todos los públicos.

 

 

Hipolina Quitamiedos, o ríete del miedo en el trabajo

 

El miedo en el trabajo —en estos momentos de vertiginosos cambios tecnológicos— se traduce, básicamente, en creer que no estamos a la altura o que no sabemos lo suficiente, o en un temor a crisis futuras.

Miedo en el trabajo

Cuando sentimos miedo, nuestro cuerpo  y nuestra mente se resienten, y el estrés se apodera de nosotros. Y el estrés es sufrimiento. Un eficaz antídoto contra el estrés es la risa. Natalia Gómez del Pozuelo lo utiliza en la novela gráfica Hipolina Quitamiedos, ilustrada por la dibujante y diseñadora gráfica  Evaduna.

HIPOLINA QUITAMIEDOS. Una historia para reírse de los miedos en el trabajo. Natalia Gómez del Pozuelo & Evaduna. Ediciones Urano (Empresa Activa), 2019. 125 páginas.

El miedo, una emoción básica

 

El miedo es una emoción básica, común a todos los seres humanos. Todos tenemos miedo, y todos lo expresamos físicamente de la misma manera. Nuestra cara y nuestro cuerpo reflejan de manera no verbal cómo nos sentimos. Lo que verdaderamente nos hace diferentes es cómo gestionamos nuestro miedo.


La mayoría de los miedos están arraigados en el pasado y tratan del futuro. No se trata de huir de ellos, sino de conocerlos e integrarlos.

—NATALIA GÓMEZ DEL POZUELO


Escribir sobre el miedo puede hacerse de maneras diferentes; desde distintos puntos de vista. Natalia Gómez del Pozuelo ha optado por un método mixto: una novela gráfica y un breve ensayo. La autora deja a la voluntad del lector cómo leerlo: como un tebeo, como un ensayo; primero el uno y luego el otro, o viceversa. O ambos a la vez.

El ensayo, que ocupa la parte inferior de cada página, al estilo de aquellas clásicas historias ilustradas, en las que se combinaban el texto con las viñetas, no pretende ser exhaustivo. Remite, sin embargo, a otros textos, estudios y autores de referencia, tales como  Pilar Jericó, Brené Brown o Amy Cuddy. Es una manera de invitar al lector a profundizar.

 

Hipolina aparece cuando alguien grita:  ¡¡No sé qué hacer!! —Ilustración de Evaduna.  (Pulsa y amplia la imagen)

Hipolina Quitamiedos, la historia

 

Hipolina es «un oráculo de inteligencia artificial», un asistente virtual al estilo de Siri o Alexa. Pero a diferencia de Siri o Alexa que aparecen a petición del usuario, nuestra Hipolina se manifiesta cuando escucha un grito de angustia.  De esta manera es como Hipolina se ha colado en los ordenadores de un pequeño negocio que se dedica a dar servicio a aseguradoras.

Junto a este personaje virtual, desfilan por las páginas de Hipolina Quitamiedos varios personajes de carne y hueso, fácilmente reconocibles. A saber: una jefa poco astuta (¡glubs!), una silenciosa becaria, la jefa de comunicación a la que despiden, un comercial que se erige en portavoz, un ingeniero tímido, un ceñudo inversor…  Y, claro, «todos los demás» que trabajan en ese pequeño negocio, y que son esos que hacen lo que pueden… O lo que les dejan.

Estoy convencido de que quien lea esta historia, pondrá (rápidamente) nombre y apellidos (y ¡cara!) a cada uno de los personajes , creados por Natalia Gómez del Pozuelo y dibujados por Evaduna.

Hipolina Quitamiedos es, en definitiva, un texto de fácil y amena lectura, que permite al lector profundizar siguiendo las notas al final del texto.

 

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Huecos. Una historia del trabajo y la vida/ Relato

 

Responder una llamada telefónica es, para mí, una decisión automática, algo trivial. Pero aquella mañana no fue ni una cosa ni la otra.

Si contestaba, ¿se cerraría por fin el hueco? Que digo hueco, un foso como el de los castillos medievales. No quise imaginar qué pasaría si no contestaba.

Tres meses sin hablarme y mi novia me llamó en el momento exacto —¡vaya puntería!— en el que comenzaba la rueda de prensa de un escritor famosísimo que, aún convaleciente, había conseguido terminar su novela.

¡Alto! Si no me hablaba, ya no puedo decir «mi novia». Pero si me ha telefoneado… La llamaré «ella», en lo sucesivo.

Continúo.

Dejé mi grabadora funcionando sobre un altavoz, salí a la calle y contesté. Quería que cenáramos en un restaurante tailandés que le gustaba. Los tallarines con tofu o el pollo con leche de coco no me volvían loco, pero eso era lo de menos, después de que me hubiera colgado el teléfono y dejado vacío el cajón de su ropa interior (aunque lo hizo en orden inverso).

Una manera de rellenar huecos es trabajar, porque olvidas; salvo que te hayan despedido, que eso ya es estar en un agujero. Y eso fue lo que pasó una semana después de que ella se fuera, que me despidieron de la emisora de radio en la que trabajaba. Dos huecos abiertos. De golpe.

Pero, ¿qué otra cosa es la vida, sino ir tapando huecos?

Puse mis calcetines en el cajón que ella vació y tapé el primer hueco. ¿Definitivamente?… Misterio. Cerrar en falso es letal.

Del segundo hoyo me sacó el periódico para el que trabajo. La cobertura de la presentación del (esperado) libro fue lo que me llevó hasta la sala que abandoné para contestar la llamada. Así que regresé a la rueda de prensa y conseguí cerrar el agujero que se me había abierto en el estómago al escuchar la voz de ella. Pero se me abrió otro: ¿qué querría?

Calma. Decidí que cambiaría el tofu por unas gambas.

El escritor anunció que su novela contaba las peripecias de un inusitado regalo de bodas. La originalidad de la trama imaginada, me dio la idea de hacerle a ella un regalo singular: un ejemplar de la novela, dedicado por su autor favorito.

Los colegas preguntaban, el escritor hablaba del libro y de su salud, y yo seguía a lo mío, que en ese momento era pelearme con una creencia: pedir una dedicatoria era un morboso ejercicio de mitomanía. No sabía cuándo esta idea se me había metido en la cabeza, pero la marcha atrás que impuse a mi memoria para encontrar su origen, provocó la apertura de una nueva grieta: el ejemplar del libro presentado y que la editorial nos había regalado a los presentes, ¿era mío o del periódico? Apropiármelo me parecía tan deshonesto como imprimir documentos personales en la impresora de la empresa.

Con la misma facilidad con la que abjuré de la creencia, me adueñé del libro.

¡Y que era lento tomando decisiones!, decía ella.

El recinto donde se celebraba la rueda de prensa más parecía, por sus dimensiones, un salón de bodas que un lugar para la presentación de un libro. Detrás de una mesa ancha y alargada, estaban el escritor, su mujer y la editora.

Desde donde yo estaba —al fondo de la sala—, los veía como si los estuviera mirando con unos prismáticos colocados al revés. Y, entremedias, un foso infranqueable: cien periodistas, como poco. La misma perspectiva con la que yo la estaba viendo a ella los últimos noventa días.

Esperé a que llegara el momento de las fotos y aprovechar la confusión y los codazos de los fotógrafos y los cámaras de televisión, para colarme. Rodeándolos, subí de un salto los tres escalones del estrado y me coloqué —atravesado— en la abertura entre el sillón giratorio del escritor y el de su mujer.

¿Puede poner «Para Lucía»?, dije.

Aceptó el libro. En el dorso de las manos se le marcaban los huesos debajo de la piel avejentada. Una alianza le brillaba en la izquierda.

Yo no dedico, caballero. Yo firmo, respondió con un acento suave.

El eco de la sala amplificaba el ruido de los disparos continuados de las cámaras. Vi al fotógrafo de mi periódico. En sus labios leí: «ca-ra-du-ra». Bajé la cabeza. Pude ver así que el cabello gris le nacía al novelista del occipital y le caía hasta el borde del cuello de la camisa. Por los lados, apenas si le tapaba las varillas de las gafas. El resto de la cabeza estaba salpicado de unas escuetas briznas de vello como césped recién brotado. Todos los días no tiene uno el cráneo de un Premio Nobel de Literatura delante de los ojos.

El ruido de los flashes se fue desvaneciendo. La mujer del novelista giró entonces su sillón y me quedé entre los dos respaldos, estrujado como una rodaja de mortadela. La presión en medio del pecho y el calor de los focos en el cogote (en ese orden), hicieron que —¡horror!— una gota de sudor cayera sobre la portada del libro.

¡Clic!

Vi la foto en Internet después. Mi fotógrafo —con su disparo furtivo— detuvo el tiempo en aquella postura, más propia de un contorsionista circense que de un periodista honorable. Vale que era un «caradura» y que había enterrado mi dignidad, ¡pero fotografiarme así!

¿Me lo quiere firmar?, dije con la voz ahogada (juro que no es metáfora).

Solo podía mirar al escritor de perfil. Recordé que mi maestra de primaria me miraba de manera parecida, cuando yo garabateaba mis primeras palabras. Con letra pulcra, escribió: José Saramago. Para ser un octogenario convaleciente, tenía un pulso firme. Su firma quedó debajo del título dela novela: El viaje del elefante.

***

Pasarán dos años y Saramago abrirá un agujero en la literatura. Para siempre. Y ella dejará un hueco, el que ocupaba El viaje del elefante en la estantería.