Hormigas

Concurso #HistoriasdeAnimales, organizado por ZendaLibros.

RELATO

 

Hormigas

Jesús María Martínez-del Rey

Es mentira, mamá, que las hormigas sean un ejemplo de laboriosidad. Cuando lo descubrí ya era tarde, y tú te has muerto sin saberlo.

Cada noche, antes de dormirme, anhelaba el momento en el que venías a sentarte en el borde de mi cama. Abrías el libro Fábulas para niños y me leías aquellas historias de animales que hablaban. Yo te escuchaba embelesado.

Me decías que el abuelo también te había leído esos mismos cuentos cuando eras una niña, que su padre había hecho lo mismo con él, y que por eso el libro estaba tan manoseado. En la cubierta había unas figuras desvaídas: un conejo con chistera, una rana con una corona dorada y un zorro con frac y mirada malvada. Recuerdo que, cuando lo abrías, se elevaba el aroma que tienen los libros añejos: áspero, picante. Es el mismo olor que (ahora) tienen para mí las mentiras. La última vez que lo vi fue cuando la policía registró mi casa; luego me detuvieron.

No sé cuántas veces te escuché decir que yo tenía que ser una «hormiga trabajadora y no una perezosa cigarra cantarina». Y yo te creía, mamá. Pero el fabulista que escribió aquella historia, nos mintió: a ti y a mí. Nos engañó a todos. Durante siglos.

Mamá, las mentiras nunca son piadosas.

Supe cómo eran de verdad las hormigas una mañana de un mes de julio muy caluroso: asaltaron mi cocina. Irrumpieron como los nazis en Polonia: arrasando y sin avisar.

Tenía que parar el avance de aquel ejército invasor. Observé como escarbaban en los rincones y salían en fila. Otras entraban al agujero con una hebra de pan, una brizna de lechuga o un microscópico grano de café entre sus patas. Restos invisibles para mí, pero un inapreciable botín para estos insectos que merodean en ordenada formación en lugar de hacerlo en círculos, como los buitres.

Las fumigué hasta que se me agotó el insecticida. Busqué entonces trampas en varias tiendas. Agotadas. Así que compré más insecticida y una pistola de silicona para que sellar cualquier agujero. Estuve persiguiendo aquel enjambre peregrino casi una semana hasta sus escondites, solo accesibles para ellas. Llegaron hasta la despensa. «¿Había más de un hormiguero?», pensaba. ¿O era uno solo enorme? Sentí un escalofrío: ¿detrás de las paredes de la cocina había un mundo con vida propia, poblado de hormigas, incontrolable para mí?

Mientras recogía sus diminutos cadáveres negros, esparcidos por el suelo de la cocina, maldije al fabulista mentiroso que nos había hecho creer que aquellos insectos eran unos seres laboriosos, un ejemplo a imitar. Esa era la moraleja que se encargó (malvadamente) de colocar al final del cuento. ¡Qué crueldad para un niño que creció escuchando sus fábulas! A las hormigas, mamá, les da igual de dónde saquen lo que comen y cómo lo consiguen. No hacen otra cosa que robar los frutos de los demás. Su único afán es acaparar: son codiciosas.

Soy una hormiga, mamá, pero no cómo tú querías que fuera. Soy una hormiga codiciosa. Por eso estoy aquí, ahora, delante de tu tumba, vigilado por un funcionario. El director de la prisión me ha permitido salir unas horas, para que pueda despedirme de ti.

 

 

 

 

Madre e hija. La hija

RELATO

 

Madre e hija. La hija

Variación sobre el relato Felicidad clandestina de Clarice Lispector

Eres cruel, lo sabes. Como sabes que eres gorda, baja y pecosa. Por eso, eres vengativa: también lo sabes. Has elegido a una de ellas, a una de las monas y altas, de pecho chato, para ejercer tu venganza. No lo habías pensado hasta que ella se te puso a tiro: te pidió que le prestaras un libro; un libro que tú no has leído ni tienes intención de leer, un libro que está ahí, durmiente, en la estantería de tu casa. Porque si algo sobra en tu casa son libros. Y caramelos. Sí, esos que te gusta colocarte en los bolsillos superiores de tu blusa para que parezca que tu pecho es más grande, y no sabes si lo que miran con más envidia es tu pecho o tus caramelos.

Te divierte —secretamente— que esa chica de cabello libre, que no es como el tuyo, aparezca cada mañana en la puerta de tu casa para que le prestes el libro que sueña con leer. Pero tú le mientes, le dices que ya lo has prestado, y que aún no te lo han devuelto. Le echas la culpa a otra niña, como si contigo no fuera la cosa. Le mientes solo por el placer que te produce ver cómo su cara pierde el color y desaparece su sonrisa, y cómo, en sus ojos, han aparecido las ojeras. No te escondes: abres la puerta y te enfrentas a ella. Pero no lo haces por valentía, lo haces por crueldad, por venganza, por envidia, por soberbia. Todo eso lo sabes, pero te da igual. Quieres que vuelva al día siguiente, para mentirle de nuevo, y así ejercer sobre ella el poder que te otorga saber que tú tienes algo que ella desea vehementemente. Cuando se va, cierras la puerta y es entonces cuando tu rostro imperturbable, cambia: subes riéndote a tu cuarto para verla desde la ventana. «¿Por qué salta?», te preguntas. Tú no saltas así. Por esa forma de caminar, sabes que regresará al día siguiente, porque su deseo de leer ese libro es más grande que sentir que cada visita a tu casa es un fracaso. Y eso ha comenzado a molestarte: te disgusta que sea tenaz, que nunca te insulte, que no se enfade. Un pensamiento fugaz que tratas de ocultar cuando le dices, igual que ayer, que regrese mañana.

Madre e hija. La madre

Madre e hija. La madre

RELATO

 

Madre e hija. La madre

Variación sobre el relato Felicidad clandestina de Clarice Lispector

Humillada y avergonzada. Así me sentía frente a aquella niña rubia plantada en la puerta de mi casa, que me miraba con ojos interrogantes, en los que habían aflorado algunas ojeras. Desde hacía algunos días me había preguntado qué hacía esa niña rubia todas las mañana en la puerta de mi casa. ¿De qué hablaban mi hija y ella? ¿Acaso compartían un secreto? A su edad yo compartía secretos con otra niña del colegio. «Eso no está bien», me decía cada vez que pensaba en escucharlas detrás de la puerta. ¿Por qué mi hija no invita a esa niña rubia a entrar? Nunca me dijo que tuviera una amiga. Tal vez ese sea el secreto y cualquier día las veo jugando a las dos. Las madres somos doblemente curiosas: por madres y por mujeres. La curiosidad no es espiar. No, no y no. Un juego, seguro que es un juego. Juegan a pasarse mensajes. ¿Pero qué mensajes y de quién? Soy su madre y ella es solo una niña, aunque tenga un busto enorme para su edad, que le hace parecer mayor. Es igual a mí, también me desarrollé pronto. Las otras niñas se burlaban ferozmente: sufrí mucho. Me salieron ojeras. Creo —o quiero creer— que esa fue la razón por la que me decidí espiar detrás de la puerta. No tenían por qué saberlo. Lo que escuché, sin embargo, me obligó a salir del escondite: mi hija —impertérrita—mentía como nunca pensé que pudiera hacerlo. A la vergüenza y la humillación se añadió la tristeza: qué crueldad en una niña tan pequeña. Pero, al mismo tiempo, el instinto me decía que me pusiera de parte de mi hija. Pero si lo hacía, ¿en qué se convertiría, pasados los años, esa crueldad infantil que acababa de descubrir? Me recobré y defendí a mi hija: la defendí de sí misma, de su crueldad. Le ordené que prestara el libro. A la niña rubia le dije que podía quedarse con el libro el tiempo que quisiera. Supe que la decisión que había tomado era la mejor para mi hija cuando vi que la niña rubia se iba sin dar saltitos: caminaba despacio, abrazada al libro. Cuando se le pase la rabieta, confío en que mi hija también lo sabrá.

Madre e hija. La hija

 

 

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