Los rebeldes hijos de la fantasía

(Esta reseña fue inicialmente publicada el 5 de Agosto de 2024 en la Revista digital Zenda)

 

Gustavo Adolfo Bécquer, en una atormentada introducción a Rimas y leyendas, escribe acerca de los «extravagantes hijos de su fantasía», que viven acurrucados en los «tenebrosos rincones» de su cerebro, que con él van y se agitan «como gérmenes que se estremecen en una eterna incubación» y son los causantes de sus «fiebres y abatimientos».

¿Hay una más clara definición de terror? ¿Cabe mejor manera de definir lo que es —y no es metáfora— un fantasma?

La escritora Elena Prado-Mas dice sentirse «deudora» del poeta sevillano en los cinco relatos de terror que ha incluido en el volumen El testamento de Cervantes (Ediciones Baile del Sol, 2024).  Los «rebeldes hijos de la imaginación y la fantasía» del último mohicano del Romanticismo español pululan en cuatro de los cinco cuentos de terror contenidos en este libro.

Fantasía e imaginación

El insomnio y la fantasía de una madre se mezclan en una agitada y desasosegante duermevela, en El interfono. Algo parecido ocurre en La piscina, un relato donde los límites entre el recuerdo y la imaginación se enmarañan en la mente de un metódico nadador, que busca un lugar donde poder practicar sin ser molestado. Lo que a la fotógrafa protagonista de La cumbre de la OTAN se le mezcla es realidad y ficción, literatura y realidad, aquella de los cuentos infantiles escuchados antes dormir. En La capilla de San Isidro, un sentimiento de culpa va atenazando poco a poco a un profesor de Literatura mientras corrige exámenes de sus alumnos y escucha el ensayo de un coro. Este relato nos remite a la leyenda Miserere, la historia de un músico errante que busca redención.


«Hoy, que, mientras nos comemos una pizza, vemos en nuestras pantallas a decenas de zombis invadiendo casas y ciudades, ya no nos asuntan las ánimas de los muertos»

 


Hoy, que, mientras nos comemos una pizza, vemos en nuestras pantallas a decenas de zombis invadiendo casas y ciudades, ya no nos asuntan las ánimas de los muertos o los esqueletos envueltos en jirones de sudarios, tan propios de las Leyendas becquerianas. Lo que sí nos aterra es que nos roben datos de nuestros dispositivos o que se usurpe nuestra identidad, fruto de una sobreexposición en redes. Esto es lo que cuenta el quinto de los cuentos de terror, de inquietante título: Lego.

Desconfinamiento

El volumen El testamento de Cervantes se completa con cuatro relatos temáticamente dedicados al Desconfinamiento, que fue «particularmente complejo y lento» en Madrid.  Aquí nació y reside la autora y aquí imparte clases de Lengua y Literatura en secundaria.

Si los escenarios de las leyendas del poeta de pelo ensortijado, perilla cóncava y mirada oblicua eran su Sevilla natal, Soria y Toledo, los relatos de Elena Prado-Mas tienen a Madrid como marco. A Madrid dedica la autora un prólogo: un emotivo canto a la capital de España, convertida en una suerte de monte Parnaso habitado por los escritores —bajo el cielo de Velázquez— que en esta ciudad han nacido, vivido o muerto; incluso sufrido, como Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán, que en Madrid fueron rechazadas como miembros de la Real Academia Española.


«Este cuento final está escrito al modo de los relatos costumbristas del XIX y cuya trama bebe de las comedias de enredo del teatro de nuestro Siglo de Oro»

 


La sede de la RAE está a pocos pasos de un enclave Patrimonio de la Unesco: el eje Paseo del Prado, el Buen Retiro, el Jardín Botánico y la aledaña Cuesta de Moyano. Es por estas calles por las que corretean los personajes de tres de los cuentos dedicados al Desconfinamiento, viviendo «una mezcla de esperanza y de miedo necesariamente explosiva», bajo la amenaza (aún) de un enemigo invisible.

Silenciosas tempestades

El cuarto relato de desconfinamiento, El testamento de Cervantes, que da título a esta colección de cuentos y la cierra, se aleja de los nueve relatos anteriores en extensión —es el más largo de todos—, estilo y lenguaje. En él se narran las artimañas de las que se valen un noble (voluntariamente confinado por sus propios fantasmas) y su criado para evitar que sea derruida la casa de Cervantes, durante el reinado de Fernando VII. Es por eso que este cuento final está escrito al modo de los relatos costumbristas del XIX y cuya trama bebe de las comedias de enredo del teatro de nuestro Siglo de Oro.

Al final de aquella atormentada Introducción, Gustavo Adolfo Bécquer decía no querer que aquellos hijos de su fantasía continuaran acumulándose en los desvanes de su cerebro; quería que «el arte los vista de la palabra» y sacarlos a «la escena del mundo». Es lo mismo que ha hecho Elena Prado-Mas en este volumen de cuentos: sacar a la luz las silenciosas tempestades que anidan en nuestras mentes.

La mocedades en el Siglo de Oro español

Portada de la edición original de Naufragio y peregrinación, de Pedro Gobeo de Vitoria

(Este artículo fue incialmente publicado el 22 de Junio de 2024 en la Revista digital Zenda.)

Los españoles de los siglos XVI y XVII eran gentes sedentarias. Aquellos que se aventuraban a emprender viaje tenían dos alternativas: ser soldados o cruzar el Atlántico y buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Como soldados, cabía enrolarse en los tercios y recorrer el llamado Camino Español, que cruzaba Europa desde Italia hasta los Países Bajos, o embarcarse para luchar contra el turco por el Mediterráneo.

La reciente (y feliz) aparición de la hasta ahora desconocida odisea de Pedro Gobeo de Vitoria, Naufragio y peregrinación (Crítica, 2023), viene a sumarsea los escasos relatos autobiográficos de la época. Fue publicado inicialmente en 1610. Y digo feliz porque solo hay un ejemplar —en una universidad alemana— de aquella única impresión, rescatado ahora por el Catedrático de Literatura, Miguel Zugasti, que lo ha tomado como base para esta edición, 400 años después.


 «Los tratados de ciencia de la época denominaban infancia a la etapa de la vida que iba desde el nacimiento hasta los cuatro años»

El niño Pedro Gobeo

Pedro Gobeo era un niño: «comencé mi viaje, siendo entonces de edad de trece años», pero ya «anhelaba salir de mi patria, pareciéndome que un hombre no había de vivir entre las paredes de su casa». Así justificaba su «deseo aventurero» de abandonar España y buscar fortuna en Perú, «de cuyas grandezas había oído harto».

Mientras leía esta extraordinaria narración, con la misma avidez con la que se lee una novela, no podía evitar pensar (salvando las oportunas distancias) en el relatode otro muchacho contemporáneo de Gobeo, el Discurso de mi vida del capitán Alonso de Contreras. «Salí a servir al rey de edad de catorce años», escribe este soldado en el título mismo de sus memorias. Apenas un adolescente.

Los tratados de ciencia de la época denominaban infancia a la etapa de la vida que iba desde el nacimiento hasta los cuatro años. Venía seguida de la puericia que finalizaba a los catorce, un tiempo dedicado a la escuela y a aprender un oficio. La etapa siguiente era la adolescencia, que transcurría entre los catorce y los 22 cumplidos, la fase de la vida —decían— para que el «futuro hombre» se hiciera.


«Después de un malhadado desembarco, peregrina 800 kilómetros por costas inhóspitas: estruja fango para beber, come raíces y cangrejos crudos, está a punto de ahogarse, ve morir a sus compañeros de expedición»

Pedro Gobeo de Vitoria (Sevilla, 1580) estaba pues al final de la puericia cuando se subió a una galera, capitaneada por un tío suyo, camino del Perú, «y conmigo otros dos casi iguales en edad y deseos». A los pocos días de navegación, vivió con «miedo» una tormenta nocturna en mitad del Atlántico y entró en batalla, escopeta en mano, con corsarios escoceses; acaba herido y muerto uno de los chicos de su misma edad. Después de un malhadado desembarco, peregrina 800 kilómetros por costas inhóspitas: estruja fango para beber, come raíces y cangrejos crudos, está a punto de ahogarse, ve morir a sus compañeros de expedición (uno de ellos entre sus brazos); y «flaquísimo, consumido y deshecho» cava su propia sepultura, «ayudándome de una conchuela». Estaba solo: «me hinqué de rodillas, alzando al cielo las manos y ojos, ciegos de llorar». Tenía «quince años de tan corta y malograda vida que aún no se habían cumplido». Fue uno de los 18 de 60 que sobrevivió. A los 17 ingresó en la Compañía de Jesús.

El niño Alonso de Guillén Contreras

Alonso de Guillén Contreras (Madrid, 1582), inauguraba su adolescencia, surcando el Mediterráneo, «en una nave que iba a Palermo», el primer paso para convertirse en un levente, «un soldado de la infantería española que, embarcados en las galeras de Nápoles, Sicilia y Malta, practicaban el corso, con métodos idénticos a los del enemigo», en palabras de Arturo Pérez Reverte. En los momentos iniciales de su alistamiento, por no tener la edad para ser soldado, le hacen mozo de cocina. No ceja en su afán, «vi algunos soldados que me parecían eran tan mozos como yo», hasta que, al poco, consigue sentar «plaza en la compañía del capitán Mejía». De él diría Ortega y Gasset que era «un ejemplo químicamente puro del hombre aventurero».


«En 1610, 17 años más tarde de aquella despedida, Isabel de Mena daría a una imprenta sevillana el manuscrito de Naufragio y peregrinación para su publicación»

La mayoría de edad en el siglo XVI se alcanzaba a los 25 años. Como menores que eran, Pedro de Gobeo y Alonso de Guillén, necesitaban la licencia paterna para partir. Los dos eran huérfanos de padre, así que acudieron a sus madres.

Todo apunta a que Pedro Gobeo era de familia bien («me crié con todo el cuidado posible»), y por el precioso castellano con el que se expresa en su relato, parece que había leído vidas de santos y algunos clásicos, educación propia de las familias ricas.

Las madres

La madre de Pedro Gobeo, Isabel de Mena, inicialmente «tomó el asunto a risa». Ante la insistencia del joven por embarcarse y con la amenaza cierta de escapar, «que, sin su permiso, hiciera mi gusto», la madre se da cuenta de que «no eran burlas mis intentos». Acaba aceptando la partida del muchacho: «A Dios te encomiendo y vete antes de que veas mi muerte», le dice, «traspasada de mil dolores, más muerta que viva». Con un pie en la galera, «me salí de entre sus brazos casi ahogado, embarcándome al punto».

En 1610, 17 años más tarde de aquella despedida, Isabel de Mena daría a una imprenta sevillana el manuscrito de Naufragio y peregrinación para su publicación.


«Al regreso, su madre, Juana de Roa Contreras, le había concertado un puesto como aprendiz de platero, que él rechaza airadamente»

 


Alonso de Contreras, cuyos padres «fueron pobres», se crió en las calle: «en saliendo de la escuela, como era costumbre, nos fuimos a la plazuela de la Concepción Jerónima». Era el mayor de 16 hermanos. «Estas familias prolíficas y famélicas dieron aquel enorme contingente de soldados que Castilla saco de sí», dejó escrito Ortega y Gasset.

Alonso cumplió en Ávila la pena por dar muerte con un «cuchillejo» a un compañero de escuela: «Me salvó el ser menor y me dieron una sentencia de destierro por un año». Al regreso, su madre, Juana de Roa Contreras, le había concertado un puesto como aprendiz de platero, que él rechaza airadamente: «yo quiero ir a la guerra». A lo que la madre le contesta: «¡rapaz que no ha salido del cascarón y quiere ir a la guerra!». Juana de Roa cede finalmente y le compra «una camisa y unos zapatos de carnero», y le da cuatro reales.  Y después de que «me echó su bendición, salí de Madrid». No dejó de visitarla cada vez que regresaba a España.

Alonso de Guillén Contreras será para siempre Alonso de Contreras, pues «quise tomar el apellido de mi madre andando sirviendo al rey como muchacho, y por tal nombre soy conocido».

Amén

RELATO

 

Amén

Estaba yo pasando el plumero por una máquina de escribir de los años veinte.
¡Qué máquina tan vintage!, dijo.
Máquina vintage… ¿ Por qué no dices una máquina de escribir retro, clásica, incluso de época?, contesté. Era de tu abuelo.
Todos entienden vintage, papá. Igual que hacer spoiler suena mejor que destripar.
¡Con lo que te gustan a ti las películas de zombis sangrientos!, reí.
¡No me vaciles!
Cuando hablas así empobreces el lenguaje. ¿No te das cuenta?
¡Yo flipo!… Sigues sin pillarlo y soy yo quien no se entera, se enfadó.
¿Qué es lo que no pillo?
Que el inglés nos está colonizando, dije.
¡Eres un teatrero! Qué tendrá que ver una cosa con la otra, contestó.
Los ingleses han sido los mayores piratas de la historia y los más grandes colonizadores. Callamos y nos creemos la Leyenda Negra.
¡¿Pero qué dices?!, saltó.
Digo que los españoles nos queremos muy poco desde hace siglos.
¡Qué obsesión tienes con el pasado!, dijo.
Qué obsesión por borrarlo. Eso pasa por comenzar a estudiar la Historia de España desde 1812. ¿No ocurrió nada antes?, dije.
Pareces un político.
Trabajo en un ministerio.
Tú eres solo un técnico, bien que los recalcas.
Me habré contagiado. Vivimos tiempos de pandemia.
¡No me rayes!, levantó el tono.
¿Qué es el futuro sin presente ni pasado?, dije. El mundo ya existía antes del invento de los teléfonos inteligentes.
Ahora me contarás la historia del teléfono en el que marcabas metiendo el dedito en un disco, colgado en el salón de casa de tus padres…
Y también de uno de mesa color verde manzana, añadí. Lo guardo en el trastero. Con él hablaba con tu madre.
¿Cuándo erais novios?, dijo sonriendo. ¡Qué guay!
La palabra guay dejo de estar de moda allá por el siglo XVI. Lo mismo que hoy ser novios. Mira tú la lista que llevas…
No te pases, ¡eh! Por cierto, tu tablet es muy muy… retro, enfatizó.
¿Mi tableta anticuada?. Pero si no tiene ni ocho años…
Ni siquiera puedes actualizar el software. Igual que en tu smartphone.
Actualizar, actualizar… ¡Qué manía con querer anticiparse al futuro!
¿No te das cuenta de la velocidad a la que cambia el mundo?, dijo.
Mi capacidad de adaptación a la velocidad de tanto cambio es más que limitada. Lo reconozco, contesté.
Por eso eres un antiguo, papá. Un clásico. Como tu tableta y tu móvil. Pero te quiero… , ¿Helado y la nueva temporada de The walking dead?, dijo.
Amén, hija mía.

 

 

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