Creencias, culpa y saber pedir perdón

¿Cuánto tiempo transcurre hasta que una habitación se ilumina, después de que hayamos pulsado el interruptor? Es tan pequeño que nos resulta imposible medirlo. Es el mismo tiempo que tarda en instalarse una creencia en nuestro cerebro. O sea, que no nos enteramos. Simplemente, se nos fija.

Pueden pasar, sin embargo, años hasta que esas creencias desaparezcan. O que nos las cuestionemos. O pueden permanecer grabadas toda la vida. Y así ha sido desde que el hombre cazaba bisontes y dibujaba luego su hazaña en la pared de la cueva que lo cobijaba.

El hogar es el primer laboratorio donde se fraguan las creencias de la especie humana. «Mesa mala, has hecho pupa a mi niño», dice el abuelo—o la madre—, golpeando al objeto inanimado cuya única culpa era ocupar el centro del salón. Abrazarán luego al pequeño que llora, acaso dolorido, acaso frustrado, porque su viaje en triciclo ha tenido un final inesperado.

¿Quién entonces —incluso ya en la edad adulta— es capaz de asumir una culpa, si ya desde pequeño nos dicen que la culpa de golpearnos con la mesa es culpa de la mesa?

Luego los medios de comunicación, las lecturas que hagamos o las series que veamos en televisión, etcétera, etcétera, serán fuentes inagotables de fijación de nuevas creencias. Y nos nos daremos cuenta de ni cuándo ni cómo fue ese instante en que comenzamos a creer en algo.


«La actitud dubitativa, no como parálisis de la acción, que también puede llegar a serlo, sino como ejercicio de reflexión, de ponderar los pros y los contras cuando las vísceras están a flor de piel»

—VICTORIA CAMPS, Elogio de la duda


Solo quien no ha visto nunca un queso Gruyère le dirá a su hija que no piensa pagar por un pantalón vaquero que «tiene más agujeros que un queso Gruyère». Si a esa celosa madre — o al sorprendido padre por tan inesperado deseo juvenil—, que entienden que no hay que pagar por unos pantalones a los que le faltan unos trozos de tela estratégicamente escamoteados, se les preguntara por el número de agujeros que tiene ese queso, se sorprenderían por la pregunta.

En varias ocasiones he hecho la prueba. He preguntado cuantos agujeros tiene un queso Gruyère. Dirán que no lo recuerdan, o que depende del tamaño, o que no los han contado. Si se hubieran colocado alguna vez frente a un trozo de ese queso suizo, sabrían que no tienen un solo ojo. Los agujeros son propios del queso Emmental

No han cuestionado su creencia. La han dado por buena. Cuestionarnos nuestras popias creencias es algo muy difícil, tanto como aceptar que estábamos equivocados. Y una vez que hayamos aceptado nuestro error, ¿seremos capaces de pedir perdón?

Arto Paasilinna: el humorista que surgió del frío

(Este arículo fue inicialmente publicado el 4 de Octubre de 2024 en la Revista digiral Zenda)

 

«El enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin. La melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza que el alma de este ha terminado por volverse tenebrosa y grave. Tal es el peso de esta congoja que muchos finlandeses ven la muerte como única salida a su angustia. Una mente taciturna es un enemigo aún más encarnizado que la Unión Soviética».

Estas fueron las primeras frases que leí —de pie, frente a la estantería de una biblioteca pública —de un escritor hasta entonces desconocido para mí, el finlandés Arto Paasilinna (1942-2018).

El párrafo se corresponde con el comienzo de Delicioso suicidio en grupo (Anagrama, 2007), el delirante viaje que emprenden 33 suicidas finlandeses hasta Cabo Norte, en Portugal, desde cuyos acantilados «podían tirarse de cabeza al mar en el autobús y acabar con sus días».

El asunto no es baladí: Finlandia es el país de la Unión Europea con mayor índice de calidad de vida, pero en el que, anualmente, los suicidios («el deporte nacional finlandés») supera al de muertes violentas.


«Sus historias hacen bueno el pensamiento de Jardiel Poncela cuando decía que el humor no es un aspecto de la literatura, sino una singularidad del espíritu»

La letra con humor entra

Pero lejos de tratar un asunto tan trágico de manera sombría, Paasilinna rompe tópicos y lo hace con una sorprendente comicidad. «Con la muerte se puede bromear, pero con la vida no», decía Paasilinna. El humor es el sello de identidad de la literatura del finlandés. Escribe sobre los temas más serios con humor, «en los que el lector se encuentra a sí mismo»: la muerte, el fin del mundo, la depresión, la desigualdad, la globalización, el alcoholismo (muchos de sus personajes «beben como esponjas»), o la prostitución.

Sus historias hacen bueno el pensamiento de Jardiel Poncela cuando decía que el humor no es un aspecto de la literatura, sino una singularidad del espíritu. Paasilinna es una suerte de duende burlón que deambula por los bosques finlandeses, entre auroras boreales, inventando historias que transcienden de los escenarios que imagina: son una metáfora del mundo, fábulas cargadas de crítica social, pero exentas de directrices morales, que eso queda al criterio del lector.

Delicioso suicidio en grupo marca otra de las singularidades en la obra del escritor finlandés: el viaje al que se lanzan todos sus personajes, que —las más de las veces— es una huida. Paasilinna nació durante la fuga de sus padres de la Noruega invadida por los rusos. En sus novelas son frecuentes las alusiones al antiguo Pacto de Varsovia o al «Ejército Rojo» soviético. Y enfrente, un ejército finlandés de sainete, que tampoco se libra de la guasa de Paasilinna: un comandante fracasado y borrachín en excedencia ejerce de criado de un gánster escondido en El bosque de los zorros (Anagrama, 2005); un coronel está al mando de los 33 suicidas en su periplo por Europa. La pícara ancianita protagonista de la novela de explicito título, La dulce envenenadora (Anagrama, 2008 ), es la viuda de un coronel, de quien extrae las estrategias para defenderse de su sobrino y sus amigos, que quieren robarle la pensión.


«La prosa de Arto Paasilinna es vertiginosa, de una sencillez pasmosa, sin alardes literarios»

 


Guardabosques, peridista y escritor

Arto Paasilinna (cuyas novelas se han traducido muchos años después de su publicación en Finlandia) se dio conocer internacionalmente en 1975 con El año de la liebre (Ediciones de la Torre, 1988; Anagrama, 2011). Un periodista atropella una noche a una liebre (un lebrato, en realidad), la recoge, abandona esposa («era un marido engañado y desengañado»), trabajo y posesiones, y emprende un recorrido por la Finlandia rural con el animal herido dentro de un bolsillo. Dos mundos que conocía muy bien Paasilinna: fue guardabosques y periodista hasta 1988, en que se cansó del «entretenimiento superficial».

Mientras arremete en esta novela contra el Estado, el presidente de la República, la Iglesia luterana, la Policía y el Ejército, Paasilinna hace una defensa a ultranza del medio ambiente. El escenario de sus novelas es siempre la naturaleza, convirtiéndose esta —en ocasiones— en un personaje más de la trama. «La destrucción de la naturaleza debería ser considerada un crimen», le dijo a Winston Manrique (El País, 2007).

Perdidos en el paraíso (Anagrama, 2012) es la odisea robinsoniana que viven 48 personas: comadronas y médicos finlandeses, enfermeras suecas, leñadores finlandeses y la tripulación inglesa de un avión fletado por la ONU con destino a la India, que se cae en una isla del Trópico. Novela narrada en primera persona por un periodista, «un finlandés normal, cuya personalidad se caracterizaría por unos rasgos faltos de pretensión». Es la excepción. El resto de novelas aquí mencionadas, que son todas las traducidas al castellano (la quinta parte de su producción literaria), son narradas por un narrador omnisciente —digamos— muy peculiar: se mete en la cabeza de los personajes que quiere y cuando le apetece los jalea o reprende, e incluso los insulta.

La prosa de Arto Paasilinna es vertiginosa, de una sencillez pasmosa, sin alardes literarios. Donde sí hay un despliegue de imaginación desbordante es en las tramas que rozan la frontera de lo surrealista —cuando no la traspasan— que presenta, y en los esperpénticos personajes, en el sentido más valleinclanesco del término: seres estrafalarios, irreverentes, rebeldes, hiperbólicos e insumisos. Un peculiar universo en el que el lector se zambulle sin apenas darse cuenta.


«La literatura de Arto Paasilinna muestra, de una manera radicalmente diferente, el desasosiego de los países escandinavos»

Un pastor luterano de ideas poco ortodoxas, a decir de su obispo, que abandona a su esposa y su comunidad acompañado de un oso de nombre Lucifer, al que enseña a rezar, hacerse la cama y lavarse los dientes, protagoniza El mejor amigo del oso (Anagrama, 2009).

En El molinero aullador (Anagrama, 2004) presenta a un tipo estrafalario que imita a animales y personas y al que todos quieren encerrar en el manicomio. Por no transcurrir plenamente en la naturaleza y tratar la enfermedad mental, es un libro que en algunos momentos resulta más claustrofóbico. Un vendedor de baterías al borde de la ruina que inventa una pila tan pequeña que cabe en un bolsillo y que se carga en un suspiro protagoniza la ultima traducción al castellano,

Adán y Eva (Nórdica Libros, 2023; recomendado por Zenda en julio de ese año). El invento vale tanto para un teléfono como para un coche o un avión: los miembros de la OPEP ponen precio a su cabeza. Se convierte en el hombre más rico del mundo. Tiene una socia, cuyas cogorzas y subsiguientes resacas son «de las que hacen época».

Aurora boreal en Finlandia

Paasilinna y la crítica literaria

La literatura de Arto Paasilinna muestra, de una manera radicalmente diferente, el desasosiego de los países escandinavos —y por extensión de las sociedades occidentales— al que nos tienen acostumbrados los autores nórdicos de novela negra. Y como le ocurrió a Jardiel Poncela, la crítica no ha sido particularmente generosa con Paasilinna, que considera a ambos autores menores.

No consumí el plazo de máximo de devolución de Delicioso suicidio en grupo: lo entregué al cabo de tres días. Me llevé otro. Y luego dos más. Me deslizaba por aquellos textos como un trineo sobre la nieve. Fue durante un verano en el que no perdí la sonrisa: «La alegría da contenido a la vida», Paasilinna dixit.

Eduardo Martínez Rico: «Es mi hora de ordenar»

Raymond Carver confesaba los muchos «problemas de concentración que le asaltaban ante las obras narrativas voluminosas». Se dedicó por eso a la poesía y a la narración corta, en la que fue un maestro. A Eduardo Martínez Rico (Madrid, 1976) no le asusta la obra narrativa voluminosa: es autor, entre otros, de ocho novelas (tres de ellas históricas, dedicadas respectivamente a las figuras de Fernando el Católico, El Cid y Carlos V), una biografía (Pedro J.: Tinta en las venas), tres libros de entrevistas (el último publicado en 2022, Conversaciones del siglo XXI) y tres ensayos, entre los que destaca La Guerra de las Galaxias: El mito renovado (Imágica, 2017), varias veces reeditado. Martínez Rico, doctor en Filología Hispánica («La carrera me ha servido para escribir»), acaba de publicar su libro número diecisiete: A quien se atreva a leerme (editorial Imágica), una colección de relatos, «que recorren mi vida». Muchos de ellos son inéditos, otros han sido publicados en periódicos, revistas y blogs, y más recientemente en Zenda. A quien se atreva a leerme contiene ochenta y dos relatos, escritos «con gran placer, porque para mí escribir un relato es un descubrimiento». A quien se atreva a leerme se abre con el relato que da título al volumen y se cierra —no es casualidad— con un cuento titulado El arco iris, escrito «en momentos oscuros de la pandemia». Ambos, con innegables tintes autobiográficos, son una reflexión sobre el oficio de escribir… con veinte años de diferencia.

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—En este libro he encontrado un escritor diferente, tanto en la temática como en el lenguaje. Más introspectivo.

—Sí. Lo que ocurre con estos cuentos, en primer lugar, es que están escritos en un lapso de tiempo de mi vida muy largo: más de veinte años. Son muy diferentes a todo lo que yo hago. Yo diría que son muy literarios, muy concentrados, que son, en cierto modo, muy ambiciosos, muy profundos: vienen de muy dentro, son muy oníricos. Creo que son un buceo fuerte dentro de mí. Por eso yo les doy más valor. Son como un psicoanálisis muy profundo de mí mismo. Son muy literarios y muy artísticos.

—Literariamente, estos cuentos tienen también un estilo distinto al de tu amplia producción anterior.

—Digamos que con el tiempo he ido adquiriendo mayores conocimientos literarios. He llegado a la conclusión de que la novela no tiene que estar muy bien escrita, que la novela tiene que ser entretenida. Es mi impresión por lo que he visto en otros escritores que admiro. No tiene que ser algo muy pulido, tiene que ser algo que te enganche, divertido, entretenido. En cambio los cuentos, por ser más cortos, se cuidan más. En mi caso son una pieza más pura, muy concentrada, muy pétrea, con mucho núcleo.

«He llegado a la conclusión de que la novela no tiene que estar muy bien escrita, que la novela tiene que ser entretenida»

 

—¿Y quizá por eso necesitan de más corrección que una novela, de la búsqueda de la palabra exacta, de la idea más clara?

—Lo que ocurre con los cuentos es que son ideas que me vienen muy de repente, son como relámpagos. Los escribo de una sola vez y, claro, luego los corrijo. Son como una idea que yo considero muy buena y la plasmo en el papel o en el ordenador: los escribo de una manera muy instantánea. En ese sentido creo que se parecen a la poesía: la concentración, la brevedad… La novela permite mucha más dispersión.

—Precisamente, Relámpagos es el título de una novela tuya, experimental por su temática, su lenguaje y su estructura. Un relámpago es para ti mucho más que la mera consecuencia de un fenómeno atmosférico.

—Para mí un relámpago es, literariamente, una gran idea. Es como un pasmo que tiene el escritor, que de repente se da cuenta de que aquí hay algo muy interesante y apasionante, incluso para uno mismo, que luego lo intenta trasmitir al lector mediante la escritura. Me pasa mucho en la realidad. Son las ideas que utilizo para mis textos.

—¿Qué te ha movido en este momento de tu carrera como escritor a publicar esta colección de cuentos?

—Hace poco leí una frase de Cela que decía, y no sé en que momento de su vida lo dijo, que llega un momento en la vida del escritor en que tiene la necesidad de echar la vista atrás, de ordenar sus textos. Creo que eso me ha pasado a mí ahora. Acabo de publicar un libro de entrevistas, ahora estos cuentos y estoy preparando una antología de artículos, que para mí es un libro importante. Es también un libro de mucho tiempo, muy seleccionado. Son artículos de mucho tiempo, no son de un año. Esto ya lo he hecho varias veces y con distintos géneros. Creo que me ha llegado la época de la que hablaba Cela. Y yo sigo escribiendo mis libros. Tengo la sensación de que, llegado un cierto momento, puedo dejar de escribir, por lo que sea. Quiero, por eso, dejar mi obra ya bastante perfilada. Es un poco la sensación de la persona que se puede morir. Yo pensaba que en la pandemia me podía morir. El libro que estaba escribiendo entonces lo terminé con mucha premura, con mucha tensión, porque creí que me podía morir. Esto es lo mismo que me ocurre ahora, la sensación de que tengo que dejar de escribir, o de escribir como lo hago hasta ahora. Quiero dejar mi obra bastante perfilada.

—El artículo es otra pieza literaria quizás más pulida que un cuento. Ha de ser conciso y muy directo.

—Se parecen mucho en cuanto a la idea, pero el cuento es ficción, como es mi caso. Tiene esa extrañeza que no tiene el artículo. El cuento no sabemos de dónde nos viene, es como si viniera de otro planeta. En cambio, el artículo es de este planeta. A mí me gustan mucho los artículos, pero es otro género. Comparten con el cuento la brevedad, la concentración, el lenguaje… aunque considero que el artículo no tiene que estar tan maravillosamente escrito como un cuento, porque tiene que ser algo más del día a día, del momento, más espontáneo.


«Tengo la sensación de que, llegado un cierto momento, puedo dejar de escribir, por lo que sea. Quiero, por eso, dejar mi obra ya bastante perfilada»

 

—¿Qué pensaría de esto tu amigo Francisco Umbral?

—Él decía algo parecido. Decía que el artículo no tenía que estar demasiado corregido. Tenía que nacer de la primera vez que lo escribías. Un artículo sobado decía que era malo. Apenas corregía. Y él era el gran maestro del artículo. Lo dicen incluso sus mayores enemigos.

—O sea, de su máquina de escribir directo al periódico.

—Prácticamente. Lo sabía muy bien desde el principio. Yo lo achaco a que era un grandísimo lector desde pequeñito, y eso le daba muchas herramientas, además de que tenía mucha práctica de escribir. Escribía con una facilidad máxima y lo hacía todos los días. Para él un artículo era como para un virtuoso una complicada pieza de piano.

—Parece que hay un renacer del cuento. Ahora se ven más libros de relatos en las mesas de novedades de una librería que hace unos años.

—No estoy muy seguro de hasta qué punto es así. Tú ves poca gente leyendo cuentos. Hay una editorial, Páginas de Espuma, que solo edita cuentos, y parece que le va bien. Creo recordar que hace años Alfaguara tenía una colección de cuentos de grandes autores, una colección buenísima.


«Para Francisco Umbral un artículo era como para un virtuoso una complicada pieza de piano»

 

—Vivimos en una época de inmediatez. Un cuento puede leerse incluso en el móvil, en una sala de espera, en un viaje en autobús, entre tres estaciones de metro. Esos tiempos irían a favor del cuento.

—Todo eso empuja a pensar que estamos en el gran momento del cuento. Debería ser así. Es más lógico que se lean más cuentos que novelas. Tienen una extensión maravillosa. Un cuento es un relámpago que te puede hacer pensar mucho, puede abrir tus límites y llevarte más allá. Eso es lo que le sucede al escritor, que si lo sabe trasmitir y lo traslada al lector hay una trasmisión. Es maravilloso. Por eso me gusta tanto leer. Los escritores que más éxito tienen son los que mejor se lo pasan escribiendo. He conocido escritores que disfrutan mucho escribiendo, urdiendo tramas, investigando. Eso les encanta. Y resulta que, al final, también al lector. El lector hace algo parecido al escritor. Ojalá que mis lectores piensen lo que yo pensaba al escribir mis cuentos. Para mí el cuento es un gran género. Cuando a mí se me ocurría un cuento me ponía contentísimo. Era como haber encontrado un trébol de cuatro hojas.

—¿Quizás la crítica ha minusvalorado el cuento en beneficio de la novela, cuando escritores consagrados han sido grandes autores de cuentos?

—Yo creo que el cuento se ve como un aprendizaje para escritores noveles, como si fuera un género de ensayo. Creo que por ahí va la cosa y que la novela es un género serio, más profesional, más difícil. Me acuerdo ahora de que Alberto Vázquez-Figueroa, cuando yo no había escrito ninguna novela, o alguna experimental, no recuerdo, me dijo: “Escribe novelas, no escribas cuentos, porque el cuento es un género de escritores consagrados, y la novela es lo que se lee”. Él tenía razón: el cuento es un género, pienso yo, que se publica de autores que ya tienen mucha obra. Quizás el escritor no consagrado publica cuentos en periódicos o revistas, que es lo que he hecho yo (algunos están publicados en Zenda), pero el libro de cuentos te lo publican cuando ya eres conocido y tienes un público.


«Los escritores que más éxito tienen son los que mejor se lo pasan escribiendo»

—Hablabas antes de cuentos oníricos, de psicoanálisis. He visto también que recreas leyendas, reales o inventadas. Si hay en España un lugar propicio para las leyendas es Galicia. ¿Cuánto del espíritu gallego hay en estos cuentos?

—Pues hay mucho. Viajo mucho a Galicia, a Puentedeume, donde tengo amigos y familia. No son solo los cuentos, sino cuanto de ese espíritu gallego del que hablas hay en mí, de su tradición, de su misterio. Hay, además, tantísimos buenos escritores gallegos. Es una tradición que me encanta. He vivido mucho en Galicia, porque mi padre era de allí y viajo todos los años. Voy a presentar este libro allí. Uno de los cuentos, La ría de la leyenda, es un trasunto literario de la ría de Ares, donde yo veraneo. Me invento que allí hay dinosaurios, gigantes. Imagino que es el escenario anterior a todas las cosas. Recuerdo que un día, hace ya veintitrés años, cuando se me ocurrió este cuento, vi llegar a la ría hidroaviones para recoger agua y apagar un incendio. Un tío mío pilotaba en esa época aquellos hidroaviones. Yo veía cómo llegaban y amerizaban. Es cuando se me ocurrió pensar en unos dinosaurios que volaban. Tengo otro cuento sobre el puente de piedra por el que camina una persona. ¿Se tirará a los coches? (sonríe)

—Hidroaviones que se convierten en dinosaurios voladores, lo que acaso nos remita al realismo mágico o al surrealismo, tus alusiones a los escritores gallegos, tu amistad de años con Umbral. ¿Quién más te ha influido a la hora de escribir cuentos?

—Aunque no lo veo muy claramente, creo que me ha influido mucho Borges. Es un escritor que me gusta mucho, admiro mucho sus cuentos. Me ha tenido que influir, seguro. En un tiempo he leído también a José María Merino, un escritor que me gusta mucho. Los cuentos pertenecen a otro momento de mi vida. Ahora estoy centrado en una novela y en escribir artículos y entrevistas para Zenda.

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