¿Cuándo comienza la vida?

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Poco después de haber vuelto a la vida tras un atentado terrorista, una niña de once años preguntó a su padre

– ¿Y quien me va a querer ahora?

El padre le respondió:

– Piensa en el presente. Ya llegará el tiempo de tener pareja.

Veintidós años después, esta niña acaba de publicar Nunca es demasiado tarde, princesa, mitad novela mitad libro de autoayuda.

– Una sonrisa ante la adversidad. Un libro para que la gente deje de quejarse, que ayuda a relativizar lo que le ocurre. La vida te pone en tu sitio.– le cuenta su autora a Pepa Fernández en RNE

Nunca es demasiado tarde, princesa, son  historias de ficción, aunque sus personajes son fácilmente reconocibles y sus vivencias en absoluto ajenas a la realidad que nos circunda: un adolescente adicto a las redes que se convierte en el maltratador de su madre, una ejecutiva que se queda sin trabajo, un adicto a las drogas que lo pierde todo, un hombre que vive felizmente, hasta que se le diagnostica un cáncer, o una mujer maltratada.

LO MEJOR DE UNO MISMO

Aquella niña es Irene Villa. Hoy está casada y tiene un hijo de un año y medio de edad. Es periodista, psicóloga y esquía sobre las prótesis que han sustituido a sus piernas. Esta novela es su segundo libro. En el primero, Saber que se puede, narraba sus propias vivencias.

Irene reconoce que su vida «ha comenzado varias veces”, a la vez que recuerda que su marido le dijo “ahora empieza la vida”, mientras contemplaban por primera vez al hijo de ambos.

Todos podemos labrarnos un final feliz. Si no está bien, es que no ha acabado. Todo está en tus manos. Irene Villa

Rememora que, al principio, cuando se vio en una silla de ruedas, vino la negación de su estado. Y tras la negación, la ira. Y después, “cuando alguien se enfrenta a una situación dura, se saca lo mejor de uno mismo.”

¿POR QUÉ A MI?

Todos los personajes de Nunca es demasiado tarde, princesa, se hacen una misma pregunta: ¿por qué a mi?

Es una pregunta que no debe hacerse, porque no tiene respuesta.– dice Irene Villa. La vida es así.

Estoy escuchando la entrevista en un podcast, lo que me permite activar la pausa. Esa pregunta que se hacen todos los personajes del libro de Irene Villa, me ha recordado un libro que acabo de terminar de leer, escrito por la psiquiatra Rafaela Santos, presidenta de la Fundación Española de la Resiliencia.

Sugiere esta autora cambiar la pregunta ¿por qué a mi?, por ésta otra: ¿y qué hacer ahora? Esta propuesta está recogida en Levantarse y luchar, donde se ofrecen un conjunto de claves para el desarrollo de la resiliencia personal. Considera Rafaela Santos que la resiliencia es para todos, porque todos sufrimos situaciones adversas, aunque no sean necesariamente traumáticas. Levantarse y luchar se basa en el principio “nada es difícil para el que quiere”. O sea, la actitud como motor para vencer los obstáculos.

Lo importante es la actitud– escucho decir a Irene Villa, al volver a su entrevista con Pepa Fernández.

He pulsado la tecla play, para volver a escucharlas. “¡Qué curioso!”, pienso, mientras poso mi dedo sobre la tecla. la tecla play tiene la forma de una flecha. Indica el camino. Una flecha que incita a la acción, a ponerse en marcha; incita a levantarse y luchar. Invita a pensar que nunca es demasiado tarde. Instiga a saber que se puede. Una flecha que mueve a preguntarse, ¿cuándo empieza la vida?

Nota la publiqué inicialmente, el 14 de febrero de 2014, en el blog de

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Tener paciencia un momento, o cómo controlar la ira

Cuando era un niño, recuerdo haber escuchado a mi padre una historia que alentó en mí no pocas fantasías infantiles.

El ginecólogo que ayudó a mi madre a que yo viniera al mundo, era un hombre afable y circunspecto. Apenas si recuerdo su rostro, pero sí sus manos, elegantes y cuidadas. Todos estos exquisitos modales se venían abajo los días en que asistía a un partido de fútbol. Tal era la ira que lo invadía – me contaba mi padre–, que el educado doctor se convertía en un energúmeno.

Yo lo imaginaba vociferante, con sus elegantes manos abiertas –las primeras manos que sujetaron mi cabeza en este mundo. Lo imaginaba increpando, inflamado en las gradas del estadio de una pequeña capital de provincia. La cosa llegó tan lejos que, para controlar aquellos coléricos arrebatos, el buen doctor acabó pidiendo a la Policía Municipal que lo recluyera en sus dependencias los días en que jugaba el equipo local. Y allí, en el cuartelillo de la Policía Municipal, pasaba los domingos aquel médico.

UN VENENO PARA LA MENTE

He rescatado esta historia de mi memoria al recibir en mi correo la diaria recomendación de la Fundación del Español Urgente (Fundéu), en la que define las diferencias entre “seguidor”, hincha” y “aficionado”, a propósito del comienzo del Campeonato Mundial de Fútbol.

Para definir el comportamiento del ginecólogo que ayudó a mi aterrizaje en este mundo, ninguna de las tres sirve. Hay que subir un peldaño más, aquel médico era un , fanático: «alguien entusiasmado ciegamente por algo.»

¿Cómo pasa un aficionado a seguidor? ¿Qué convierte a un seguidor en hincha? ¿Cómo llega a convertirse un hincha en un fanático? La respuesta está, en mi opinión, en la  furia. O mejor dicho, en la mala gestión de la furia. Esta emoción es una respuesta adaptativa, ligada a una afrenta, a la falta de justicia.

En un primer escalón, la furia nos motiva para reaccionar contra lo que hemos sentido como injusticia. Hasta aquí, la furia ha sido una emoción fugaz y la razón persiste frente a la emoción. En este escalón no debemos evitarla, sino gestionarla.  Una mala gestión de la furia, conduce a la ira que, en apenas unos segundo. Y podemos perder perder el control.

La ira es la más sombría y desenfrenada de las pasiones. Lucio Anneo Séneca (De la ira)

ELOGIO DE LA PACIENCIA

La petición que hizo a la policía el ginecólogo de mi madre, era una angustiosa demanda de ayuda. A mi me recordaba la carta que el doctor Henry Jekyll, atrapado en el cuerpo de Míster Hyde, dirigía a su amigo el doctor Lanyon:

en esta hora terrible espero en un lugar extraño, presa de una desesperación que no se podría imaginar más negra. Ayúdame, querido Lanyon, y salva a tu H.J.

La primera vez que asistí a un estadio, de los grandes, de los que albergan a 90.000 personas, salté movido por no sé qué resorte cuando el árbitro tomó una decisión que consideré injusta. Pero en ese momento, a mi mente vino la imagen de aquel ginecólogo vociferante. Me senté, automáticamente, en mi localidad, avergonzado.

La historia que de niño me contó mi padre, vuelve a mi mente cada vez que tengo la tentación de elevar mi voz en un partido de fútbol. Y no solo. En más de una ocasión se me ha aparecido la imagen de aquel hombrecillo afable con gafas de montura metálica.

Ten paciencia por un momento. Séneca

Este momento que recomienda Séneca, es una parada de pensamiento que permite gestionar la ira. Es el momento de cambiar el pensamiento, para así cambiar la emoción.

¿Cómo se te ocurre que puedes hacerlo tú?

 

 

La vida: ¿exploras o conectas el piloto automático?

El viaje es una metáfora universal sobre la vida. Tal como la entendamos, así viajaremos. Y viceversa.

La vida, ese viaje

La afirmación anterior no tiene más validez científica que lo que he podido observar después de viajar durante muchos años. En solitario o familiarmente, con grupos de periodistas o como guía turístico. En viajes profesionales o, simplemente, por el placer de hacerlo.

Estos viajes me han ayudado a ir configurando mi propia manera de entender el viaje, que ha ido correspondiéndose con mi manera de vivir la vida. ¿O ha sido al contrario? El escritor Jorge Wagensberg, autor de bellísimos  aforismos, plasma en este la esencia de un viaje:

Viajar es la mejor manera de regalarse cambio.

—Jorge Wagensberg

La historia que te cuento a continuación, tiene como escenario una carretera secundaria en la Toscana, Italia.

La uva «sangiovese» (sangre joven) da el vino Chianti

A Siena, 9 kilómetros

Un grupo de periodistas europeos de varias nacionalidades, recorríamos Italia de Norte a Sur. Después de visitar las queserías donde se hace queso parmesano, descendimos hacia el sur para conocer las bodegas en las que se elaboraba el más famoso de los vinos italianos, el Chianti.

El otoño apenas ha comenzado. Llovía débilmente. La carretera era tan estrecha, que el retrovisor exterior del autobús lamía las hojas de los árboles que comenzaban a amarillear. Suavemente, las gotas de lluvia resbalaban por el cristal, describiendo trayectorias caprichosas.

El autobús se detiene en el cruce con la Strada Regionale 222, la carretera que vertebra la ruta del Chianti Classico.

Siena 9 km., dice un cartel azul con bordes blancos. A la derecha, Florencia, a 60.

Mientras el chófer mira a un lado y a otro del cruce, una voz se eleva desde una de las filas de atrás.

—¡Vamos a Siena! —dice Josep, un periodista español de voz grave y bigote poblado—. Tenemos tiempo, podemos ir a Siena.

Silencio. El autobús no arranca.

Un noruego, experto en prensa gastronómica, se levanta y pregunta, desde la primera fila, el motivo por el que estamos detenidos, si la vía está expedita. Habla con sus cuatro compañeras, periodistas de revistas femeninas de aquel país nórdico.

La guía responsable del autobús es romana. La asiste una chica serbia nacionalizada italiana.

— Hay tiempo, nada programado hasta la cena. Lo que decida la mayoría—  dice la romana.

Los cipreses, siempre presentes en el paisaje de la Toscana

Viajar, un arte perdido

Son las tres y media de la tarde. Entran en liza cuatro periodista alemanes. Se alinean con sus colegas noruegos. Los tres españoles apoyamos a Josep. Algunos de nosotros ya hemos coincidido en otros viajes. «La maravillosa Siena a tiro de piedra, ¡cómo para perdérsela!», pienso.

La guía acompañante muestra su simpatía con la propuesta española. Los tres periodistas polacos hablan entre ellos. No parecen inquietarse. El autobús sigue detenido. El conductor, un romano gesticulante, acaba por resignarse y coloca las manos sobre el volante. ¡El Parlamento de Estrasburgo en mitad de una carretera secundaria de la Toscana!

El noruego, erigido en portavoz del Norte, dice:

—Siena no está en el programa.

Es cierto, no lo está. Estamos recorriendo Italia desde Parma a Nápoles, para conocer algunas de sus Denominaciones de Origen, invitados por la Comunidad Europea. Hoy nos tocaba una bodega de Chianti y una almazara. Aceite y vino comparten allí denominación.

—Y, además, llueve — insiste el gastrónomo nórdico.

Cuando lo escucho no puedo evitar pensar que viajar se ha convertido en un arte perdido. Este periodista noruego impecablemente trajeado y el bigotudo Josep muestran las dos posturas extremas de vivir un viaje, de entender la vida, en definitiva.

Castillos y ciudades amuralladas son los restos de las batallas entre la República de Siena y los florentinos.

¿Exploras o conectas el piloto autonómico?

Hay quienes viajan con un plan establecido, esclavos del reloj. Se comportan igual que en una habitual jornada en su lugar de origen: levantarse, desayunar y correr para tomar el coche camino de la oficina. Lugar visitado, casilla tachada. Ven una ciudad, un paisaje, desde detrás del objetivo de una cámara, locos por fotografiar sin mirar. Acumulan lugares sin disfrutarlos, sin más intercambio con los naturales que pedir la llave en la conserjería del hotel. Frecuentan restaurantes en los que coincidir con otros compatriotas: « ¡Donde esté una buena tortilla!…Si es que aquí no saben comer…» Para estas personas el lugar de destino es la meta.

En el lado opuesto, se sitúan los que consideran que la meta es el viaje. Vagabundean, sin deberes ni horarios. Deambulan entre la gente del lugar. Son exploradores de las infinitas posibilidades que el viaje proporciona.

Viajar por segunda vez

Escribir de viajes, es viajar dos veces: una cuando realizas el viaje mismo; la segunda, cuando rememoras aquellas sensaciones para trasmitirlas a quien tenga a bien leerte o escucharte. Escribiendo esta nota, he viajado por segunda vez a aquella carretera secundaria de la Toscana, una tarde de otoño. A mi memoria ha regresado el olor a tierra mojada; he revivido el rojo intenso del zumo de la  uva sangiovese (sangre joven), con la que se elabora el Chinati, el verde de los cipreses que identifican el paisaje toscano, y el esmeralda del aceite recién exprimido. Sentidos y espíritu unidos.

El equipaje necesario para un viajero es un talento especial en el pecho y una visión especial bajo las cejas.

— Chin Shengt´an, (dramaturgo chino, siglo XVII)

Cómo en la vida

Si habéis contado, ya sabéis el resultado de la votación: no fuimos a Siena. Cuatro votos noruegos más cuatro alemanes, ocho. Cuatro españoles y uno italiano, cinco. La guía romana —comprensiblemente— no votó. Los polacos se abstuvieron. Diálogo Norte-Sur, con los Países del Este como observadores. Ser un mero observador, es otra manera de entender el viaje por la vida.

¿Qué hubieras votado tú?

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