Los invisibles/ Relato

 

Los invisibles

 

Estoy de él a la distancia de lo que mide mi brazo estirado; pero no me ve. Sentado en un banco, bajo los tamarindos, mira al mar. Aprieto el gatillo. Su cabeza se desploma cuando la bala le entra por la sien.

***

Cuando veo un escritorio sin papeles, sé que quien se sienta detrás de él o está desocupado o es el jefe. El mío estuvo vacío mucho tiempo.

El director empujó una carpeta hacia mí. Se echó hacia atrás en el sillón y dio una calada al cigarrillo. Su voz atravesó la nube de humo.

—Es un cliente nuevo. Nos viene recomendado.  Quieren que seas tú quien lo haga.

En esta empresa seguimos las pautas del mercado: trabajamos por proyectos. Tenía que elaborar el plan y presentarlo al consejo. Si me lo aprobaba, yo lo realizaría.

Sonó el móvil del director. Supe que tenía que irme.

—Hueles a tabaco —saludó Isabel cuando me vio salir.

—¿Quién va a decirle que deje de fumar en su despacho?

—Ya dije una vez lo que no debía a quien no quería escuchar —argumentó.

El interfono avisó dos veces. Isabel  me hizo un gesto para que esperara.

Me acerqué a la ventana. Entre las ramas florecidas de los árboles del bulevar, distinguí a algunos grupos que fumaban a las puertas de los edificios de oficinas. Recordé como había pisado mi último cigarrillo en el aparcamiento de un restaurante de la sierra, al que me había invitado el director para cerrar mi contrato.

—Cambio de planes—dijo Isabel—. Tienes que hacerlo este fin de semana.

—Una de mis hijas baila el sábado en el Conservatorio.

—El cliente es el que paga—Me dio una palmada en la espalda y pegó en la carpeta un pósit con un número­—: Llama a Mínguez.

Me olí la chaqueta.

***

Vislumbro las luces alejadas de los pesqueros, que la neblina del amanecer difumina, asemejándolas a pequeñas estrellas. La brisa del mar acaricia mis fosas nasales y noto como el aire desciende hasta mis pulmones. Lo veo caminando delante de mí. Las flores rosas de los tamarindos, que se bambolean suspendidas de las ramas que caen sobre los bancos del paseo, me recuerdan a las bailarinas envueltas en tutús. Frente a la hilera de bancos, protegido por un murete de piedra, está el acantilado, desde cuyo final me llega el incansable monólogo de las olas.

***

 Colgué la chaqueta para que se ventilara. Me senté y hojeé el expediente.  Estaba toda la información que necesitaba para elaborar una estrategia. No parecía un trabajo difícil.

—Un encargo nuevo se merece un café.—Amparo se asomó por encima de la mampara divisoria y me mostró un termo—. A don Félix, que en paz descanse, le gustaba mucho mi café­­—suspiró—. Su hijo prefirió los de una jovencita con piernas como columnas jónicas—entró y, en voz baja, me dijo—: Hace treinta años mis piernas también eran como columnas.

—¿Cómo está tu marido?

—Ya no me reconoce. Ni habla. Soy casi una viuda—dijo con un aire de tristeza en su voz.

Dejé que durante unos segundos sonara Frank Sinatra en mi móvil antes de contestar. Era mi hija, la bailarina.

—Voy a necesitar equipo y un coche, Amparo—dije cuando acabé de hablar. Añadí sacarina al café.

—Pásate por mi despacho y eliges. Tengo novedades—. Amparo se colocó el termo bajo el brazo y se fue caminando, como si sus piernas fueran las de hace treinta años.

***

Esquivo un preservativo usado. Igual que las olas que rompen al pie del acantilado obedecen a una cadencia, los habitantes de este paseo cumplen un ciclo: la noche es de los chaperos; pronto aparecerán los corredores. Me he vestido como ellos. Él gira la cabeza. Miro al suelo. Este gesto automático me transporta, instintivamente, al día en que mis compañeros bajaron la mirada, al día en que había regresado de unas vacaciones y, a traición, me echaron a la calle; a ese día en que me convirtieron en invisible. Después de tantos años, ni me miró a la cara al comunicarme mi despido. De la boca pequeña de aquel hombre encogido, pequeño, salieron unas pocas palabras sordas, igual que descargas hechas con silenciador; tan secas, como los disparos de un pistolero, antes de salir huyendo.

Me cubro con la capucha. Bajo la cremallera del anorak, saco el revólver y coloco el silenciador.

*** 

Las escobillas se activaron automáticamente al caer las primeras gotas sobre el parabrisas. Una de las condiciones para incorporarme a la empresa era que tenía que viajar con frecuencia. Aquella propuesta era mejor que pasarse el día atiborrándome de pastillas. Es lo que había hecho durante tres años, tres años de entrevistas y negativas; tres años escuchando la misma cantinela: “gracias, no es usted nuestro perfil”. Mi perfil era el de los invisibles, el de quienes hemos cumplido los cuarenta, de aquellos de los que solo se habla cuando aparecen las estadísticas del desempleo en los periódicos. Y luego, el olvido. Amparo, Isabel, Mínguez, y yo, incluso el director; todos habíamos sido despedidos después de casi media vida trabajando en diferentes empresas: todos invisibles. ¿Quién querría contratarnos?

Llamé a Mínguez. Finalicé la llamada y puse un disco de Frank Sinatra. Cuando la orquesta subió tras el alargado verso de un estribillo, divisé el mar; un aroma acuoso penetró por la rendija de la ventanilla. Sonreí al pensar en cómo somos las mujeres para los olores. Por un olor supe que mi marido me engañaba. Los problemas vienen siempre de dos en dos: invisible también como mujer.

***

No conozco a este hombre al que apunto a la sien. Nada tengo contra él. Es el encargo de un cliente. Nuestro negocio ocupa un nicho de mercado que no estaba cubierto: invisibles para un trabajo que requiere la invisibilidad.

 

Este relato fue inicialmente publicado en el Club de Escritura Fuentetaja.

 

 

Y en sus ojos, el mar/ Relato

 

Incluso tirado en el suelo, un libro nunca está vencido.

Y en sus ojos, el mar

 

El primer día que colocó su mercancía en la acera, a Marcial se le desató el vientre por miedo a la policía.

— De eso hace ya cuatro años —dice Marcial desde un extremo del banco.

—¡Vaya un Marcial cagüeta! —contesta el extremeño desde el otro lado del banco.

— El que dice la verdad, ni peca ni miente.

Marcial ha llegado empujando un carrito atiborrado de libros. Después de extenderlos sobre un plástico, se sienta en un banco, frente al tenderete que, cotidianamente, monta y desmonta.

—Ayer, recogiendo, me empezó a doler la espalda.

—Lleva usted mucho peso, señor Marcial. Y hace fresquete —dice una vecina.

—Ya me apaño. Toda mi vida he trabajado a destajo en las obras. Hasta los dieciséis era pastorcillo.

Más de cincuenta años a cielo descubierto, han cuarteado el rostro y las manos de Marcial.

—¿Las quiere, caballero? —dice un hombre, entregándole tres novelas policiacas, y saca un papel de entre las páginas de una de ellas.

—¡Muchas gracias!— acepta el librero, sonriente—: ¿No sería un billete de quinientos?

El hombre dice que no con la mano y se aleja riendo.

— Ahora le saco un cojín, señor Marcial —se despide la vecina.

—Te vas a quedar arrecío. A ver si te va a dar un lumbago —el extremeño se quita la gorra y se rasca la calva.

Una clienta pregunta el precio de unos libros. El librero se acerca.

—Le he pedido diez euros, y me ha dicho que solo llevaba ocho. Es una buena venta. Otra así, y echo el día.

—Llama a un furgón blindao —bromea el extremeño, encasquetándose la gorra.

—Yo te voy a ser de poca ayuda —ríe un anciano desde su silla de ruedas.

Aparece una muchacha que lleva a una niña de la mano.

—¡Pero como se puede ser tan bonita, Dios mío! — Marcial se levanta, juguetón.

—Llévatela­— implora el librero a la muchacha—.  Llévatela, que me la como con patatitas y arroz.

La niña se ríe y hace un mohín. Marcial le regala un cuento.

—La han desahuciado. Tiene tres niñas. Es lo último…¡Dejar en la calle a alguien así!— le susurra al extremeño.

– ¡Qué espabilaos!

A Marcial le faltan varios dientes, pero no lo disimula. Solo pierde la sonrisa cuando algo le enfada.

—Algunos que me deben cuatro o cinco euros, se cruzan de acera para no verme. ¡Que me dejen vivir, coño, que me hacen falta para comer!

—¿Y no les das unas pocas de hostias?—dice el extremeño.

—¡! En las obras me dejaban a deber trescientas, cuatrocientas mil pesetas; unos me daban de alta, y otros, no…¡Y no tengo paga!

El extremeño golpetea el suelo con un palo de escoba metálico que le sirve de bastón, y dice:

—Estar trabajando y que no te paguen…

— … Se lo gastaban en fulanas y en buenos coches —ataja Marcial.

—Queremos subir más alto de lo que podemos.

Una mujer con un abrigo verde saluda y sigue andando. Entonces Marcial le suelta:

—Que ya sabes, que nos vamos a la playa en verano.

La mujer se gira.

—Tengo caravana nueva y fajos de billetes de quinientos, ¡así de grandes!

—¡Madre mía!— dice ella, nerviosa, y continua su camino.

—¿Sabes lo que me dijo un día?, que ella de los hombres, largo largo. Que se lo dijo su madre. Ha cogido el consejo a rajatabla: ¡seguro que ni lo ha catao!

—¡Qué bestia eres! —dice el extremeño.

Marcial sonríe y se levanta la visera de la gorra de pana. Se le han humedecido sus pequeños ojos del color del mar que nunca ha visto.

FIN

 

El milagroso miedo de La Coronela/ Relato

Relato finalista en el II Concurso Relatos de Familia, organizado por el Club de Escritura Fuentetaja, de acuerdo con el fallo, que se refleja en el Acta del Jurado, de fecha 14 de marzo de 2016. Este relato fue inicialmente publicado aquí.

De este relato el Jurado ha dicho:

«El comienzo es audaz: el narrador se recrea en el propio recuerdo, lo cuestiona, lo analiza. Y de ahí pasa a una breve reconstrucción de la genealogía de su familia (…) El lenguaje está cuidado, es siempre preciso, y la estructura del relato, en dos partes, funciona bien (…)»

El milagroso miedo de La Coronela

 

Supe que se había muerto La Coronela, porque escuché el llanto de sus cinco hijas desde el otro lado del patio; estaba merendando en casa de una vecina un trozo de pan en el que habían untado aceite espolvoreado con azúcar. Aquella fue la primera vez que oí hablar de la muerte; yo tenía casi cinco años. No recuerdo nada más, aunque un gemido seguido de un desgarrado “¡ay, madre!”, quiere venir a mi memoria, pero no tengo la certeza de que lo escuchara. Quizás sea la necesidad de colocarlo ahí por el hecho de que una de las cinco hijas de La Coronela era mi madre, o porque ella —La Coronela—era para mí, Mane, que de esta manera yo llamaba a mi abuela, supongo que por la dificultad de pronunciar la de seguida de una erre de la palabra madre, con la que se dirigían a ella mi propia madre – a la que siempre tuteé llamándola mamá– y mis tías. Cinco hermanas nacidas con cinco años de diferencia entre cada una de ellas, en tres diferentes pueblos cercanos, coincidiendo con los destinos de mi abuelo que era guardia civil. Con veinticinco años y siete meses meses se casó con mi abuela que tenía entonces veinte años y dos meses. Así aparece escrito en las páginas finales de un cuaderno al que se le han arrancado, de raíz, varias páginas, y que encontré— junto a otros documentos y fotografías— dentro de una añeja caja de madera, dentro de otra caja de cartón, en la parte superior de un armario ropero. Este descubrimiento lo hice en casa de la menor de las cinco hermanas; ella fue quien me dijo que a mi abuela la llamaban La Coronela. Mi madre nunca me lo dijo.

***

En la tarde del 13 de abril de 1931, un día antes de que Alfonso XIII abandonara España, tras proclamarse la Segunda República, el coronel del Tercio de la Guardia Civil, comandante del puesto donde mi abuelo prestaba servicio, ordenó que todas las mujeres y niños abandonaran el acuartelamiento. Solo debían quedarse los guardias, pero La Coronela se quedó escondida, «por si había que hacer comida o cuidar a los heridos», dijo cuando la descubrieron. «Fuera de aquí. Usted no tiene el título», le había espetado una comadrona, que llegó con retraso cuando mi abuela iba a ejercer de partera con la mujer de un guardia civil, que estaba a punto de dar a luz .

—Si quiere me voy, saco el título, y regreso—dijo mi abuela remangada entre las piernas de la parturienta.

Lejos de lo que podría pensarse, La Coronela no era la mujer de ningún coronel; su marido, mi abuelo —al que no conocí—, solo alcanzó el grado de guardia civil primero. Quizás su apodo comenzara a forjarse, a consecuencia de que mi abuelo era el ordenanza del coronel. Y fue aumentando, porque mi abuela era una de esas mujeres de las que se decían que eran de armas tomar. Y vaya si las tomó. Agarró el cañón del mosquetón Mauser de un joven miliciano que le exigía todo aquello que de valor tuviera, después que su grupo hubiera revisado la casa y requisado toda la lencería y la ropa de los ajuares de mi madre y mis tías; para «el hospital de sangre», dijeron

—¿Qué más quieres?—dijo sujetando el arma contra su pecho—. Ahora vete, o hablaré con la Gobernadora.

El joven salió avergonzado del dormitorio de La Coronela. El sostén de mi abuela albergaba varias medallas de la Virgen Milagrosa, que las enfermeras colocaban a los convalecientes en los hospitales, y que una monja del hospital le había dado para que las guardara. Y a las monjas se las devolvió cuando finalizó la contienda civil. Pero se guardó algunas en el cajón de su mesilla de noche. Yo dormía con ella en su cama que tenía un colchón grueso al que mi madre daba poderosos pellizcos para estirar la lana. Miraba de noche por la ventana. Igual que mi madre, cuando mi padre se retrasaba. A veces miraban juntas.

Cuando al coronel lo trasladaron a una provincia del norte, pidió a mi abuelo que lo acompañara, pero mi abuela se negó; dijo que estaba muy lejos, que no se movía de su casa. Mi madre le dijo lo mismo a mi padre cuando le ofrecieron un traslado; mi padre tampoco ascendió.

A aquel coronel lo fusilaron al poco tiempo en su nuevo destino, junto con toda su guarnición.