Incluso tirado en el suelo, un libro nunca está vencido.
Y en sus ojos, el mar
El primer día que colocó su mercancía en la acera, a Marcial se le desató el vientre por miedo a la policía.
— De eso hace ya cuatro años —dice Marcial desde un extremo del banco.
—¡Vaya un Marcial cagüeta! —contesta el extremeño desde el otro lado del banco.
— El que dice la verdad, ni peca ni miente.
Marcial ha llegado empujando un carrito atiborrado de libros. Después de extenderlos sobre un plástico, se sienta en un banco, frente al tenderete que, cotidianamente, monta y desmonta.
—Ayer, recogiendo, me empezó a doler la espalda.
—Lleva usted mucho peso, señor Marcial. Y hace fresquete —dice una vecina.
—Ya me apaño. Toda mi vida he trabajado a destajo en las obras. Hasta los dieciséis era pastorcillo.
Más de cincuenta años a cielo descubierto, han cuarteado el rostro y las manos de Marcial.
—¿Las quiere, caballero? —dice un hombre, entregándole tres novelas policiacas, y saca un papel de entre las páginas de una de ellas.
—¡Muchas gracias!— acepta el librero, sonriente—: ¿No sería un billete de quinientos?
El hombre dice que no con la mano y se aleja riendo.
— Ahora le saco un cojín, señor Marcial —se despide la vecina.
—Te vas a quedar arrecío. A ver si te va a dar un lumbago —el extremeño se quita la gorra y se rasca la calva.
Una clienta pregunta el precio de unos libros. El librero se acerca.
—Le he pedido diez euros, y me ha dicho que solo llevaba ocho. Es una buena venta. Otra así, y echo el día.
—Llama a un furgón blindao —bromea el extremeño, encasquetándose la gorra.
—Yo te voy a ser de poca ayuda —ríe un anciano desde su silla de ruedas.
Aparece una muchacha que lleva a una niña de la mano.
—¡Pero como se puede ser tan bonita, Dios mío! — Marcial se levanta, juguetón.
—Llévatela— implora el librero a la muchacha—. Llévatela, que me la como con patatitas y arroz.
La niña se ríe y hace un mohín. Marcial le regala un cuento.
—La han desahuciado. Tiene tres niñas. Es lo último…¡Dejar en la calle a alguien así!— le susurra al extremeño.
– ¡Qué espabilaos!
A Marcial le faltan varios dientes, pero no lo disimula. Solo pierde la sonrisa cuando algo le enfada.
—Algunos que me deben cuatro o cinco euros, se cruzan de acera para no verme. ¡Que me dejen vivir, coño, que me hacen falta para comer!
—¿Y no les das unas pocas de hostias?—dice el extremeño.
—¡Ná! En las obras me dejaban a deber trescientas, cuatrocientas mil pesetas; unos me daban de alta, y otros, no…¡Y no tengo paga!
El extremeño golpetea el suelo con un palo de escoba metálico que le sirve de bastón, y dice:
—Estar trabajando y que no te paguen…
— … Se lo gastaban en fulanas y en buenos coches —ataja Marcial.
—Queremos subir más alto de lo que podemos.
Una mujer con un abrigo verde saluda y sigue andando. Entonces Marcial le suelta:
—Que ya sabes, que nos vamos a la playa en verano.
La mujer se gira.
—Tengo caravana nueva y fajos de billetes de quinientos, ¡así de grandes!
—¡Madre mía!— dice ella, nerviosa, y continua su camino.
—¿Sabes lo que me dijo un día?, que ella de los hombres, largo largo. Que se lo dijo su madre. Ha cogido el consejo a rajatabla: ¡seguro que ni lo ha catao!
—¡Qué bestia eres! —dice el extremeño.
Marcial sonríe y se levanta la visera de la gorra de pana. Se le han humedecido sus pequeños ojos del color del mar que nunca ha visto.
FIN