Un hombre bueno/ Relato

 

No me gustó lo que el empleado de la funeraria propuso. Una cinta morada en la quería escribir: «Tu esposa e hijos no te olvidan». Cámbielo por «Fuiste un hombre bueno», le dije. Y que la cinta sea blanca. Eso no es lo habitual, me respondió. Tampoco hay tantos hombres buenos, contesté.

Después vino hurgar en su vida: papeles, su colección de vitolas de puro, los libros que leía o las cartas que le escribía a mi madre.

Supe que mi padre no sabía nadar cuando vi unas fotos suyas en la playa. El agua apenas le cubría los tobillos. No era la única. En otras aparecía sentado cerca de la orilla. Acaso fuera por eso por lo que solía decir que una de las tres cosas más importantes en esta vida era saber nadar. Me dijo que había hablado con un tal Braulio, que era amigo suyo, y que él me enseñaría a nadar. El primer día que me vio en la piscina, Braulio me dijo que ya sabía nadar. No sé por qué me lo dijo, porque yo solo había chapoteado.

Mi hijo aprendió a nadar con tres años. Había piscina en la urbanización. ¿Y si se caía? Cuando mi hijo aprobó el carné de conducir, me dijo que ya tenía la segunda cosa que era importante para mi padre: saber conducir. Mi hijo no conoció a mi padre, pero yo se lo había contado. No supe explicarle por qué mi padre consideraba importantes esas cosas, nunca se lo pregunté. Podía haber aprovechado —he pensado muchas veces— los viajes que hacía con él en verano, porque mi madre no quería que viajara solo cuando salía a trabajar por la provincia. Y no sé si era porque yo era muy retraído o porque mi padre me contaba historias que me embobaban.

Fue su oratoria lo que le llevó a Nueva York. Me trajo un bombardero B-29 color verde oliva. No supe unir bien las piezas, y le sobresalían los pegotes de pegamento. Yo le regalaba a mi hijo piezas de Lego, no necesitan pegamento: hacen clic cuando encajan. Supongo que mi padre en Nueva York hablaría en castellano o lo traducirían. Tampoco se lo pregunté. Fue su único viaje al extranjero. Mi hijo habla tres idiomas. Cuatro con el que me viene de serie, suele corregirme. Hablar idiomas era la tercera cosa importante en la vida para mi padre.

Mi hijo dice que no hay que avergonzarse de lo que estudias, de lo que eliges o de lo que haces por miedo a si será útil o no, que  la utilidad de algo depende solo de la que tú le des.

Ha entendido mejor mi hijo que yo, lo que quiso decir mi padre; mi hijo es más sabio que yo. Eso es lo que quería mi padre de mí, que fuera mejor que él. Pero esa era solo una de las razones por las que fue un hombre bueno.

 

 

Oscuros callejones/ Relato

Relato finalista en el II Concurso de Historias del Viaje, organizado por el Club de Escritura Fuentetaja, donde fue inicialmente publicado y comentado por los lectores.

De este relato el Jurado ha dicho:

«Relato audaz, con una prosa ágil y cuidada, muy interesante también como ejercicio de metaliteratura, imbricados viaje (a Edimburgo) y libros (incluido Edmundo Paz Soldán como uno de los personajes). La novela negra como guía de viaje».

Oscuros callejones

 

En definitiva, no hay más que libros de viajes o historias policiales. Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?

Ricardo Piglia 

 

— No dejes de visitar el Oxford.

Si solo había visto la portada del libro o si intuyó por mi lectura la motivación de mi viaje, no lo sé; el caso es que la recomendación que hacía la pelirroja del asiento contiguo, era acertada. Aún sorprendido por su comentario, le contesté que claro que iría, que ni hablar de perderme el Oxford, el bar favorito del inspector John Rebus.

Que yo quisiera conocer los lugares por los que se mueve Rebus, el policía inventado por el novelista Ian Rankin, me había valido, de boca de un compañero de trabajo, el calificativo de «mitómano». Las guías de viaje son aburridas, le había rebatido, y añadí que las novelas negras eran guías de viaje en las que latía la vida de las ciudades que describen. La pelirroja me habló de un tour que recorría los lugares oscuros y misteriosos de Edimburgo, antes de disculparse por haber fisgado por encima de mi hombro. Se presentó como Margaret, profesora jubilada. Qué religiosos son los nombres de los españoles, me dijo al escuchar el mío. Podía haberle dado varias respuestas. Pero le confesé que Edmundo Paz me había pedido permiso para bautizar con mi nombre a uno de sus personajes; y que, para mi sorpresa, en su siguiente novela, el boliviano había cumplido su promesa: un sicario mexicano llevaba mi nombre.

Mientras Margaret escribía la dirección del pub desde el que partía la visita, me pregunté por qué el novelista boliviano había decidido poner mi nombre a un sicario, unos segundos después de que nos hubiera presentado la relaciones públicas de su editorial. Margaret fue al baño y yo volví al libro que estaba leyendo. Que lejos estaba yo de saber que fue el libro quien me había elegido a mí.

***

La mañana estaba tristona. Los globos que colgaban del techo del pub estaban encendidos. Se reflejaban como flashazos entre los huecos que las botellas de güisqui dejaban en los espejos colocados al fondo del Royal Oak. Pregunté al hombre del mostrador por la gira que me había recomendado la profesora. Señaló a un tipo con un sombrero tejano, que por todo saludo echó un trago de cerveza. Debía medir casi dos metros. Se apoyaba, medio inclinado, en la pared sobre unas enormes espaldas, lo que propiciaba que su barriga pareciera aún más abultada. Me pareció un cruce grotesco entre los ídolos de la isla de Pascua y Cocodrilo Dundee. Unas nubecillas de espuma le bailaron en la descuidada barba, cuando me dijo que seríamos cuatro: una italiana, dos irlandeses y yo, si podía pagar las diez libras que costaba el paseo, ¡of course! Soltó una risa aguda. Dudé un instante entre unirme a la masa de turistas que a esa hora ya abarrotarían la Royal Mile o aguantar a este voluminoso bufón durante dos horas. Pudo más que Edimburgo es una ciudad intrigante y misteriosa, con pasadizos y calles estrechas, a las que las turistas no acceden ni saben cómo llegar. Le di un billete de veinte. Del bolsillo de una sudadera escarchada de pelotillas de lana, sacó dos billetes de cinco libras escocesas— solo válidas en Escocia—, y me los dio uno a uno, como si se estuviera desprendiendo de una mano.

De regreso a su casa una noche, el inspector Rebus se había detenido en este pub a tomar una cerveza. Pedí una pinta y me senté en un rincón. Una pregunta rompió el silencio de mi mente: «¿cómo se llamaba aquella dichosa novela del boliviano?»

***

«Allí comenzó todo», dijo el orondo guía a la salida del Royal Oak, señalando hacia el final de Infirmary Street, la puerta al distrito médico de Edimburgo. Caminando por calles semidesiertas llegamos frente a la fachada ennegrecida de una escuela de medicina en la que, en el siglo XIX, se diseccionaban los cuerpos de ajusticiados. Cuando descendieron las ejecuciones, comenzaron los robos de cadáveres aún frescos en sus tumbas. Y después, los asesinatos. El hombrón sacó unos folios y leyó un texto. «Serás cutre —pensé—. Léelo directamente del libro». La cita mostraba que Rankin, heredero de otro edimburgués, Robert Louis Stevenson, había actualizado a Jeckyll y Hyde en la primera novela de Rebus, la más angustiosa de la serie, en la que se descubría el oscuro y perturbador pasado del policía: Nudos y cruces,el libro que yo leía cuando me abordó la pelirroja. Dejamos atrás St. Leonard y la comisaría donde trabaja Rebus, y resollando, llegamos al extremo de Arthur´s Seat, un mirador de roca sobre la ciudad. El gigantón, como si fuera una soprano dirigiéndose al patio de butacas, dijo:

— Me pregunto cómo ustedes que provienen de tres países de la Unión Europea en crisis, pueden permitirse venir a Edimburgo y pagarse este tour.

Si en aquel momento hubiese tenido una pistola, le habría pegado un tiro. Caería de espaldas al vacío, y yo le iría arrojando billetes de cinco libras escocesas, mientras los folios volaban.

La lluvia que había comenzado a caer me despertó de la ensoñación. Él seguía allí, bajo un paraguas negro como el nubarrón que se había cernido sobre la roca; al fondo, la vieja Edimburgo resplandecía bajo el sol. Sentí entonces que el deseo de matarlo había sido real. Me tapé con la capucha del impermeable y agaché la cabeza, avergonzado. Me costó levantarla incluso cuando, ya caída la noche, daba cuenta en el Oxford de la tercera pinta de Deuchars Indian Pale, la cerveza preferida de Rebus. ¿Podrían los policías, parroquianos habituales de este bar, leer mis pensamientos? Una mano se posó en mi hombro. Me quedé helado.

— La policía de Edimburgo es pertinaz. Termine su cerveza— escuché.

Salí. Sombras espectrales cruzaban la calle bajo una lluvia pegajosa.

 

 

 

Los invisibles/ Relato

 

Los invisibles

 

Estoy de él a la distancia de lo que mide mi brazo estirado; pero no me ve. Sentado en un banco, bajo los tamarindos, mira al mar. Aprieto el gatillo. Su cabeza se desploma cuando la bala le entra por la sien.

***

Cuando veo un escritorio sin papeles, sé que quien se sienta detrás de él o está desocupado o es el jefe. El mío estuvo vacío mucho tiempo.

El director empujó una carpeta hacia mí. Se echó hacia atrás en el sillón y dio una calada al cigarrillo. Su voz atravesó la nube de humo.

—Es un cliente nuevo. Nos viene recomendado.  Quieren que seas tú quien lo haga.

En esta empresa seguimos las pautas del mercado: trabajamos por proyectos. Tenía que elaborar el plan y presentarlo al consejo. Si me lo aprobaba, yo lo realizaría.

Sonó el móvil del director. Supe que tenía que irme.

—Hueles a tabaco —saludó Isabel cuando me vio salir.

—¿Quién va a decirle que deje de fumar en su despacho?

—Ya dije una vez lo que no debía a quien no quería escuchar —argumentó.

El interfono avisó dos veces. Isabel  me hizo un gesto para que esperara.

Me acerqué a la ventana. Entre las ramas florecidas de los árboles del bulevar, distinguí a algunos grupos que fumaban a las puertas de los edificios de oficinas. Recordé como había pisado mi último cigarrillo en el aparcamiento de un restaurante de la sierra, al que me había invitado el director para cerrar mi contrato.

—Cambio de planes—dijo Isabel—. Tienes que hacerlo este fin de semana.

—Una de mis hijas baila el sábado en el Conservatorio.

—El cliente es el que paga—Me dio una palmada en la espalda y pegó en la carpeta un pósit con un número­—: Llama a Mínguez.

Me olí la chaqueta.

***

Vislumbro las luces alejadas de los pesqueros, que la neblina del amanecer difumina, asemejándolas a pequeñas estrellas. La brisa del mar acaricia mis fosas nasales y noto como el aire desciende hasta mis pulmones. Lo veo caminando delante de mí. Las flores rosas de los tamarindos, que se bambolean suspendidas de las ramas que caen sobre los bancos del paseo, me recuerdan a las bailarinas envueltas en tutús. Frente a la hilera de bancos, protegido por un murete de piedra, está el acantilado, desde cuyo final me llega el incansable monólogo de las olas.

***

 Colgué la chaqueta para que se ventilara. Me senté y hojeé el expediente.  Estaba toda la información que necesitaba para elaborar una estrategia. No parecía un trabajo difícil.

—Un encargo nuevo se merece un café.—Amparo se asomó por encima de la mampara divisoria y me mostró un termo—. A don Félix, que en paz descanse, le gustaba mucho mi café­­—suspiró—. Su hijo prefirió los de una jovencita con piernas como columnas jónicas—entró y, en voz baja, me dijo—: Hace treinta años mis piernas también eran como columnas.

—¿Cómo está tu marido?

—Ya no me reconoce. Ni habla. Soy casi una viuda—dijo con un aire de tristeza en su voz.

Dejé que durante unos segundos sonara Frank Sinatra en mi móvil antes de contestar. Era mi hija, la bailarina.

—Voy a necesitar equipo y un coche, Amparo—dije cuando acabé de hablar. Añadí sacarina al café.

—Pásate por mi despacho y eliges. Tengo novedades—. Amparo se colocó el termo bajo el brazo y se fue caminando, como si sus piernas fueran las de hace treinta años.

***

Esquivo un preservativo usado. Igual que las olas que rompen al pie del acantilado obedecen a una cadencia, los habitantes de este paseo cumplen un ciclo: la noche es de los chaperos; pronto aparecerán los corredores. Me he vestido como ellos. Él gira la cabeza. Miro al suelo. Este gesto automático me transporta, instintivamente, al día en que mis compañeros bajaron la mirada, al día en que había regresado de unas vacaciones y, a traición, me echaron a la calle; a ese día en que me convirtieron en invisible. Después de tantos años, ni me miró a la cara al comunicarme mi despido. De la boca pequeña de aquel hombre encogido, pequeño, salieron unas pocas palabras sordas, igual que descargas hechas con silenciador; tan secas, como los disparos de un pistolero, antes de salir huyendo.

Me cubro con la capucha. Bajo la cremallera del anorak, saco el revólver y coloco el silenciador.

*** 

Las escobillas se activaron automáticamente al caer las primeras gotas sobre el parabrisas. Una de las condiciones para incorporarme a la empresa era que tenía que viajar con frecuencia. Aquella propuesta era mejor que pasarse el día atiborrándome de pastillas. Es lo que había hecho durante tres años, tres años de entrevistas y negativas; tres años escuchando la misma cantinela: “gracias, no es usted nuestro perfil”. Mi perfil era el de los invisibles, el de quienes hemos cumplido los cuarenta, de aquellos de los que solo se habla cuando aparecen las estadísticas del desempleo en los periódicos. Y luego, el olvido. Amparo, Isabel, Mínguez, y yo, incluso el director; todos habíamos sido despedidos después de casi media vida trabajando en diferentes empresas: todos invisibles. ¿Quién querría contratarnos?

Llamé a Mínguez. Finalicé la llamada y puse un disco de Frank Sinatra. Cuando la orquesta subió tras el alargado verso de un estribillo, divisé el mar; un aroma acuoso penetró por la rendija de la ventanilla. Sonreí al pensar en cómo somos las mujeres para los olores. Por un olor supe que mi marido me engañaba. Los problemas vienen siempre de dos en dos: invisible también como mujer.

***

No conozco a este hombre al que apunto a la sien. Nada tengo contra él. Es el encargo de un cliente. Nuestro negocio ocupa un nicho de mercado que no estaba cubierto: invisibles para un trabajo que requiere la invisibilidad.

 

Este relato fue inicialmente publicado en el Club de Escritura Fuentetaja.

 

 

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