En Mujeres y libros, el escritor alemán Stefan Bollmann narra la historia de tres siglos de pasión femenina por la literatura. Será a mediados del siglo XVIII, cuando las mujeres lectoras den un paso más: se convierten también en autoras y ejercen la crítica literaria («by a lady») en revistas .
Mujeres y libros es la consecuencia natural de otro hermoso libro anterior del mismo autor, Las mujeres, que leen, son peligrosas.
Foto tomada a hurtadillas —como lo hace un ladrón, pero un ladrón esperanzado—, en la sucursal de la calle Goya de Madrid, de La Casa del Libro. Enero de 2020.
Fiebre lectora
El 20 de febrero pasado se presentó el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros de la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), correspondiente a 2020. Entre el volumen de datos destaco tres. Uno invita a la esperanza. Otro resulta estremecedor. El tercero, es una constante.
El dato esperanzador. El 68, 5% de los españoles mayores de 14 años lee libros. Un crecimiento del 8,2 % desde 2010.
El dato estremecedor. El 31, 5% de los españoles no lee nunca un libro. Aducen que la lectura no les interesa o no le gusta, que carecen de tiempo para leer, o que prefieren ver televisión, pasear o hacer deporte en su tiempo libre.
La constante. El 68,3% de las mujeres lee libros frente al 56% de los hombres. Esta diferencia llega hasta el 29% en la franja de edad entre 55 y 64 años. Dos publicaciones se han fijado en este dato para titular sus informaciones: El diario El País y el suplemento de ciencia y cultura, El Cultural. Algo semejante ocurre con la lista de libros más leídos: hay también muchas autoras.
Y digo que este último dato es una constante, porque la pasión femenina por la lectura no es nueva. Tiene trescientos años.
En Inglaterra primero y en Alemania después (hacia 1750), se acuñó la expresión «fiebre lectora», para manifestar, dice Stefan Bollmann, «el incremento de tiempo y la intensidad con que leen las mujeres.»
La lectoras leen para vivir de otra manera, o viven de otra manera y por eso leen. Y porque leen, escriben.
—LOLA LARUMBE DORAL
Mujeres y libros
MUJERES Y LIBROS. Una pasión con consecuencias. Stefan Bollmann, Seix Barral, 2015. Prólogo de Lola Larumbe. 448 páginas (parcialmente ilustrado en B/N).
Un ensayo envolvente y, además, muy documentado (prolijo, a veces) que se lee con la misma avidez con la que se lee una buena novela. Bollmann cuentala vida de mujeres como Virginia Wolf,Mary Wollstonecraft—novelista y crítica literaria—, Mary Shelley —autora de Frankenstein—, la novelista Jane Austin, Silvia Beach —librera y editora— o Susan Sontag, quien tenía una biblioteca con quince mil volúmenes.
Y la de Marilyn Monroe, quien aparece leyendo Ulises de James Joyce, fotografiada por Eve Arnold. « A Monroe le gustaba que la fotografiaran leyendo», escribe Bollmann.
Las mujeres que leen son peligrosas
LAS MUJERES, QUE LEEN, SON PELIGROSAS. Stefan Bollmann, Ediciones Maeva, 2006, 2017. Prólogo de Esther Tusquets. 152 páginas (65 ilustraciones, color)
Un libro precioso, atractivo y evocador, creador de atmósferas. Y, por eso, muy sugerente. Cada ilustración — a la que acompaña un texto del autor— invita a reflexionar sobre lo que la pintura o el dibujo significa para quien lo mira.
Pinturas de Vermeer —el pintor holandés del XVII, genial «fotógrafo de interiores»—, de Rembrandt, Hooper, Van Gogh, Matisse, Manet, Ramón Casas, o el retratista Vittorio Matteo Corcos, cuyo cuadro Sueños (1896) ilustra la portada.
Y una escultura: la reina Leonor de Aquitania (siglo XIII) yace sobre su tumba en la abadía de Fontevrault. Sostiene entre sus manos un libro. ¿Acaso una Biblia? Los devocionarios y misales de algunas jóvenes de los siglos XVII y XVIII solían ocultar, en su interior, novelas.
¿Dónde están los hombres?
Los prólogos de ambos libros son dos hermosas piezas literarias. Dos miradas diferentes de un mismo fenómeno. Emocional y reivindicativo el de Lola Larumbe Doral, y reflexivo el de Esther Tusquets.
En su prólogo, Lola Larumbe deja una pregunta —¿retórica?— en el aire: «¿dónde están los hombres?» Cuestión a la que, años antes, ya había respondido Esther Tusquets en el suyo.
Los varones se interesan menos por las historias de los otros. Nosotras sentimos una curiosidad insaciable por los otros. Desde Sherezade hasta nuestras abuelas y nuestras madres, las mujeres han almacenado historias, han sido geniales narradoras de historias.
— ESTHER TUSQUETS
«Leer es la primera forma de independencia, una primera conquista de privacidad donde la mente es libre, donde maridos y padres quedaban al margen de las nuevas vidas y experiencias que ofrece la lectura.»La novela es la reina de los géneros. Lectura femenina y novela se desarrollan en paralelo.»— Lola Larumbe Doral
Mujeres y libros. Cartas y clubes de lectura
Hace trescientos años no había redes sociales. Pero eso no supuso para las mujeres una barrera. Las cartas era una manera habitual de comunicarse. Las lectoras mantenían una correspondencia frecuente y fluida con los autores. No solo les mostraban —según su manera de pensar— estar «a favor» o «en contra» de la actuación de los protagonistas, sino que sus reflexiones obligaron a varios autores a modificar las siguientes entregas.
La más conocida es quizás Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, «una apasionada lectora de dramas imbuidos de verdad.» Durante años mantuvo una relación epistolar con Flaubert. Marie-Sophie se sintió identificada desde el principio con Emma Bovary.
Las novelas eran promesas de amor y pasión. Para las mujeres constituían una forma de autoconocimiento tan liberadora como insustituible. Numerosas traducciones del siglo XVIII se deben a lectoras que se toparon con novelas que querían hacer llegar a otras lectoras.
—STEFAN BOLLMANN
Hacia 1650, los aposentos privados de algunas damas parisinas fueron los primeros clubes de lectura — en pie de igualdad con los hombres— donde se leían en voz alta y se debatían los libros recién publicados.
Leer era el medio para desatar emociones. Las veladas literarias dotaron de voz y estatus social a las mujeres
—STEFAN BOLLMANN
Por mi experiencia en los clubes de lectura de las Bibliotecas Públicas de la Comunidad de Madrid, las mujeres superan en asistencia a los hombres en una proporción media de cinco a uno. Lo mismo también ocurre que en los Talleres de Escritura.
— No creerás que voy a contestar —dice, mirando el bolso en cuyo interior ha comenzado a sonar el teléfono. La luz del semáforo cambia de verde a rojo. Julia detiene el coche. Su casa aparece reflejada en el retrovisor. ¿Cuántas veces se ha parado ante este semáforo? ¿Cuántas veces lo ha cruzado en verde? Imposible contarlas después de veinte años. Tampoco recuerda si la imagen de su casa se había quedado alguna vez enmarcada en el espejo así, como si fuera la fotografía del anuncio de una inmobiliaria.
Enciende la radio y sintoniza una emisora musical.
El todoterreno que se ha parado detrás le quita la visión de la casa. Julia acerca la cara al espejo y se pasa los dedos por el nacimiento del pelo: una cana, dos, tres… El conductor del todoterreno da un bocinazo largo y gesticula con las manos. Julia arranca con tranquilidad y gira hacia la avenida en uno de cuyos laterales está el paseo al que traía a jugar a sus dos hijas cuando eran pequeñas.
El teléfono suena de nuevo.
—Ahora soy yo quien decide —Y lo ratifica, golpeando el volante con la palma de la mano. La canción que ha comenzado a sonar en la radio, estaba de moda el año en que conoció a Adolfo. Él le decía lo guapa, lo cariñosa y lo inteligente que era, y ella cuánto lo amaba. Él había ascendido a director de una multinacional. Ella daba clases a niños pequeños, su gran pasión. Él la llamaba desde cualquier lugar del mundo donde estuviera. «No puedo pasar ni un solo día sin escuchar tu voz», recuerda haberle confesado ella una madrugada en la que la llamó desde Estados Unidos.
Sube el volumen de la música y tararea el estribillo de la canción. Acompaña la música deslizando los dedos sobre el volante.
La mayor nació al año y medio de estar casados. La idea de formar una familia les gustaba a ambos. Decidieron que ella dejaría su trabajo durante dos años para cuidar de la niña. Julia seguía queriendo a Adolfo; él le enviaba flores sin motivo, la sorprendía con regalos e inolvidables vacaciones; ella le acompañaba a las fiestas y convenciones de la empresa. «Pero yo me siento triste», había confesado Julia a una de sus amigas. Cuando nació su segunda hija, decidieron posponer de nuevo su vuelta al trabajo.
—¡Qué insistente eres cuando se trata de ti! —dice señalando con el dedo el teléfono que ha vuelto a sonar. Echa su chaqueta sobre el bolso.
Aprovecha que al final del paseo hay una señal de stop para encender un cigarrillo. Sale a la carretera. Baja el volumen de la radio. Le ha parecido oír una sirena. Mira por el espejo y ve las luces de una ambulancia a lo lejos. La crisis llegó a la empresa de Adolfo sin avisar; perdió su trabajo. No lo encontró, sin embargo, a la misma velocidad con la que la ambulancia comienza a sortear vehículos, invadiendo el carril izquierdo. Julia aminora la velocidad y la vigila por el retrovisor del parabrisas. Después de varios meses de búsqueda, Adolfo pudo recolocarse, pero el sueldo no les permitía llegar con holgura a fin de mes. Tampoco a ella le fue fácil; después de varios años fuera del mercado laboral, tuvo que aceptar sustituciones y trabajos a tiempo parcial, que molestaban a Adolfo, porque que tenía que preparar la cena y atender a las niñas.
La ambulancia —cada vez más cercana— se ha enmarcado completamente en el retrovisor lateral. Y en ese momento, Julia recuerda la imagen de su casa reflejada en su retrovisor. «Los problemas con Adolfo no comenzaron cuando nació la mayor, fue al comprar la casa», piensa, echándose a la derecha y permitiendo que la ambulancia la adelante.
—Tengo que hablar con la niñas —dice—. Tienen que aprender a ver las señales.
Da una calada al cigarrillo. Recuerda que la casa le gustaba a los dos. Estaba muy cerca de la empresa de Adolfo, pero a una hora del trabajo de ella. Una vez perdida esta batalla, intentó convencer a su marido de que el precio era excesivo. Pero él dijo que no y fue que no. Piensa ahora que aquella decisión de aceptar había marcado el rumbo de su matrimonio. Aquella primera decisión, un instante fugaz comparado con veinte años de matrimonio, pero suficiente para que Adolfo creyera que ceder era una claudicación. Ahora entiende con más claridad una conversación que había tenido con Adolfo hacía un mes y que la había dejado pasmada. Él estaba sentado al borde de la cama y ella se desmaquillaba.
—Llegas tarde, como siempre— dijo él
—No elijo mi horario.
—Has cambiado—insistió Adolfo.
—Siempre fui lo que tú quisiste que fuera. Ahora, simplemente, quiero ser yo—Y dejó que la suavidad del algodón le acariciara la mejilla.
Apaga el cigarrillo. Toma un frasquito y rocía la cabina del coche. El teléfono emite de nuevo su melodía.
—Ya habrás descubierto el armario vacío— dice Julia.
Apaga la radio. Pone el intermitente y aparca. Toma el teléfono, marca. Cuando el icono del teléfono pasa de rojo a verde, Julia sonríe y dice:
El AVE atraviesa el desmesurado secarral manchego. Tras la ventanilla, la calima flota ingrávida y transparente. La velocidad del tren y la bruma, convierten los postes del tendido eléctrico en cimbreantes estructuras de color gris. Parecen moverse al mismo ritmo contagioso y vibrante al que lo hacen las bailarinas de la canción Dancing Quenn en las video pantallas del vagón. Proyectan Mamma mia! La música se cuela por mis auriculares, y baja, zigzagueante, hasta mis pies. No puedo controlarlos. Tampoco puedo dominar la emoción circular que revolotea en mi estómago. ¡Están bailando en la pequeña ensenada de Damouhari!
Damouhari es una de las muchas aldeas que pueblan la Magnesia, en la región de Tesalia: la Grecia interior. Un monasterio ortodoxo que, desde la lejanía se antoja inaccesible, parece colocado a propósito en la cima de una peña, como en un belén navideño. Señoriales y decimonónicas casas, en cuya arquitectura se adivinan pretéritas influencias bizantinas y turcas, dan señas de su abandono.
Pueblecito de calles angostas y empedradas, con enormes árboles centenarios en la plaza, bajo los que sestean los ancianos y por la que cruza, absorto, un pope barbado.
No hay prisas, ni colas, ni aglomeraciones. Los lugareños miran al visitante con un cierto aire de novedad, lo que hace que el trato sea más hospitalario y amable.
Huele a tomillo, a romero, a orégano.
En los pueblos de la Magnesia hay museos locales, situados en antiguas casas de dos pisos o en alguna vieja escuela. Un sinfín de objetos singulares, aparentemente desordenados, colocados en alacenas o colgados de las paredes: trajes, documentos de la presencia turca, banderas, camas, lámparas, braseros, armas, retratos, libros y cartillas escolares: fragmentos de vidas.
En una ensenada rodeada de olivares, a las afueras de Damouhari, se construyó la plataforma que sirvió de escenario para uno de los momentos más vibrantes de Mamma Mía!: medio centenar de mujeres bailan Dancing Quenn. Ahora las veo en las pantallas; me hacen bailar.
Evoco la quietud y el silencio de aquellos montes que hace millones de años estaban habitados por belicosos centauros; la patria de Jasón y los Argonautas. Pedí un café frappé en la terraza —a la sombra de una parra—que hay frente a aquella ensenada. Su sabor dulzón, helado, acaricia mi boca en este instante en el que cabalgo a lomos de un centauro de metal, atravesando la canícula agosteña, al ritmo de Dancing Queen.