Me gusta la palabra… / Microrrelato

 

Cachivache es una palabra muy pelotuda (…) Y me gusta la palabra cachivache, porque viene de abajo. (…) Es una palabra de las mamás y abuelas que tiene dos veces la letra «ch»(…).

Nicanor Parra. Premio Cervantes 2011

Me gusta la palabra…

 

Imaginación, porque vuela más rápido que la luz.

Esférica, porque es esdrújula, como esdrújula.

Cuento, porque no me los sé todos. Mito, porque fue el primer cuento.

Vergüenza, porque lleva diéresis. Es un signo de distinción.

Taller ( de escritura), porque es donde, (literariamente), me reparan.

Hijo, porque significa dar la vida. Libro, porque me la da.

Mente, porque es donde vivimos la realidad.

Tebeo, porque es más nuestra que cómic, que es una gilipollez.

No me gusta la palabra Posverdad, porque es mentira.

 

La foto muestra un haiku de Juan Fernández-Aceytuno, escrito sobre hielo.

 

 

Esferas/ Relato

 

Sol omnia regit. El sol todo lo gobierna.

Apenas había recorrido unos metros después de bajarme del autobús, cuando vi la frase tallada en un pequeño monolito, en mitad de un jardincito de verdes luminosos, a la entrada de la Ciudad Vieja de Toruń. Entre sus murallas —hoy derruidas: escenario de aventuras infantiles— nació Nicolás Copérnico. Fue él quien se atrevió a decir que el sol estaba quieto y que eran los planetas los que giraban alrededor de este. Suya es la máxima del monolito.

Mi hijo estudia en Toruń con una beca Erasmus. Hoy tiene un examen de polaco. Cuando lo finalice tomaremos un tren a Gdańsk. Mientras lo espero, me he sentado en una terraza a tomar una cerveza, enfrente del antiguo Ayuntamiento, el corazón de la ciudad medieval. En una esquina del edificio, cara al que fuera su estudio, está «Nicolaus Copernicus», en bronce.

Veo pasar por delante de mí a decenas de niños. Alumnos polacos recorren Toruń cada mañana. Como si hubiera permanecido envuelta en una esfera de cristal durante siglos, la ciudad —que huele a jengibre— está intacta: es una clase viva de la historia de Polonia. Por la tarde, cuando los niños ya se han marchado, Toruń se ensancha y se aquieta. Se parece al anchuroso Vístula que la bordea. Sus aguas pasan serenas, bajo los puentes de ojos rectangulares y estructuras semielípticas. Copérnico creía que los planetas giraban dibujando esferas perfectas. Quizá lo único perfecto que exista sean las esferas. La vida por eso, igual que el giro de los planetas, es una elipse: una esfera deformada.

Un grupo de escolares se ha detenido a mi lado. Su maestra les va pasando helados. Los dos primeros de la fila, concentrados en sus conos de vainilla y chocolate, resucitan en mí una imagen pretérita.

Tendría mi hijo tres o cuatro años, cuando su madre nos fotografió en Malta. Lamíamos ávidamente un helado. El calor espeso que hacía en la isla, junto con el viento del desierto, provocaban que los helados se derritieran resbalando por las paredes exteriores del cucurucho. No podíamos permitirlo. En aquel viaje mi hijo aprendió a pedir helados en italiano, inglés y francés.

Ayer por la tarde los pidió en polaco en Lenkiewicz, la mejor heladería de Toruń. Allí sirven unas esferas de una tupida cremosidad y sabores intensos, que se deshacen premiosamente en la boca.

—Pedir cosas en diferentes idiomas y que te las den, es como una epifanía—me dijo.

Luego me contó que, dos meses atrás, había recorrido a pie las capitales de las repúblicas bálticas. Durante una buena parte de nuestra estancia en Malta, tuve que llevarlo sobre mis hombros. No quería andar.

No he recibido noticias suyas aún. No le pregunté cuánto duraría el examen. Pido otra cerveza. Una Książęce, negra, suave: una sabia recomendación filial. Gracias a él, en este viaje, estoy añadiendo sabores a mi paleta gustativa, mientras recorremos las sucursales del edén que son algunas cervecerías polacas. Ante la imposibilidad de pronunciar la marca de cerveza, se la he señalado a la camarera sobre la carta. El polaco es para mí tan complicado como manejar con agilidad los mandos de una videoconsola. Mi hijo me dejó por imposible. Tuve que inventarme otras maneras para no estar alejado de él.

Varios niños llevan sobre sus mochilas unas capas blancas con una cruz negra, los colores de los caballeros teutónicos. Pasan en silencio por delante de mí. El leve movimiento de las capas, me evoca el vuelo de los hábitos blancos de los derviches giróvagos, a los que cantaba Franco Batiatto.

«Voglio vederti danzare come i dervisches tourners che girano sulle spine dorsali… E gira tutto intorno alla stanza mentre si danza…»

En su danzar, los monjes turcos, giran sobre sus pies. Trazan un movimiento esférico alrededor de una estancia; con los ojos cerrados. La palma de una de sus manos mira al cielo; la otra, a la tierra.

Hago un zoom con mi cámara hacia la efigie de Copérnico, por encima del pedestal. Está de pie, con una pierna adelantada y el índice de su mano derecha apuntando hacia la cerúlea bóveda celeste. Esta postura me recuerda a la del Apolo que pintó Velázquez en la Fragua de Vulcano: el gesto de quien está contando una historia. Por eso esta me gusta más que la que vi en Varsovia; allí Copérnico está sentado. En la otra mano, el astrónomo sostiene algo que parece un sonajero, un astrolabio esférico: un esqueleto construido con esferas que rodean a una esfera aurea, que intuyo maciza: el sol. Una banda exterior —con las constelaciones zodiacales en dorado— lo envuelve.

Sol omnia regit es un memento, semejante a la cantinela que el esclavo romano recitaba al oído de los césares, recordándoles su condición humana. Y caigo en la cuenta de que el egocentrismo cósmico de aquellos que consideraron anatema la idea de Copérnico, pervive aún en nosotros; y que —acaso— ese egocentrismo solo haya perdido su cualidad de cósmico.

Dos zumbidos rítmicos detienen mis pensamientos. Miro el teléfono.

ÉL: Estoy en el bus. Llego en 5 minutos. Espérame en la parada. Tenemos que tomar el 3. El tren sale en 29 minutos.

YO: ¿Qué tal el examen?

ÉL: Padre, ponte a correr. ¡Ya!

La tierra tarda un año en girar alrededor del sol y un día en hacerlo alrededor de su eje. Y nosotros con ella. El día en que mi hijo nació, su vida comenzó a girar en torno a mí: yo era su sol.

No sé cuándo dejó de llamarme «papá» y comenzó a llamarme «padre». Quizás fuera ese el momento en el que se produjo el giro copernicano.

 

 

Prohibido tirar nada, o la España vaciada/ Relato

 

[La despoblación es un reto de primera magnitud. Una manera de sumarme a la manifestación de «la España vaciada» es este relato.]

 

Dedicado a los maestros rurales. Y en ellos, a todos aquellos que hacen que los pequeños pueblos sigan vivos.

Prohibido tirar nada

 

En este pueblo no hay niños. Ni vientres fértiles que los alumbren.

El día en el que di tres vueltas de llave a la puerta de la escuela, cerrándola por última vez, este pueblo comenzó a morirse. Solo quedaban los dos hijos de un temporero: insuficientes para que permaneciera abierta. Un autobús los recogía cada día y los llevaba a veinticinco kilómetros. Al año siguiente, el temporero emigró. Y con él, los dos últimos usuarios del parque infantil que hay en la plaza.

Cuando llegué a este pueblo, hace treinta años, tenía doscientos habitantes y cinco niños en edad escolar, a los que sumé mis tres hijos.

Los tres se han marchado.

No tenía escuela en la que enseñar. Me convertí en maestro itinerante. Recorría más de cien kilómetros diarios, de pueblo en pueblo, dando clases en las escuelas que aún permanecían abiertas. Pasaba la mitad de mi tiempo en la carretera. Como los médicos. Como el cura los domingos. El invierno pasado saquearon la iglesia; robaron hasta unas piedras de sillería. Nadie se enteró. Las casas que la rodean están abandonadas; les arrancaron las rejas.

Estoy jubilado. Salgo de mi casa y en cinco minutos, estoy en un bosque, o subo a la montaña, o recorro—en soledad o acompañado— la ribera del río. Este era el camino favorito de los niños, porque encontraban fresas salvajes y moras. Recogían flores que colocaban sobre un papel secante y luego las clasificábamos en clase. En otoño, abrazaban a las hayas, bajo un chaparrón de hojas amarillo rojizas.

Lo que más me gusta de vivir en este pueblo es la convivencia. El propietario de la cantina ha construido unas habitaciones. Ya habría cerrado, si no alojara veraneantes. Los hay que se enfadan porque tienen que esperar a que acabe la misa dominical para visitar la iglesia románica; solo el cura tiene la llave. Otros se quejan de que enviar un correo electrónico les cueste quince minutos. La España que vive presurosa y la España lenta, silenciosa y despoblada, juntas. La primera España se olvidará de la segunda cuando finalice el estío y los veraneantes se hayan ido. Entonces los camiones de la basura volverán a pasar de largo.

La cantina es tan importante como una escuela, pero los veraneantes no siempre lo saben apreciar.

Vivir en este pueblo significa explicar mi propia vida. He ayudado a restaurar el edificio donde estuvo la escuela: la fortaleza desde la que luchar contra el desamparo y el abandono. Cuatro años atrás, en este pueblo vivíamos cincuenta personas. Hoy no llegamos a veinte.

El cementerio es el lugar más habitado.

Rescaté el globo terráqueo del aula; estaba aún sobre la que fue mi mesa durante veinticuatro años. Mientras le quitaba el polvo, retumbaron en mí los ecos— metálicos, crueles— de aquellas tres vueltas de llave. Se lo he regalado a mi nieta por su cumpleaños.

En verano, mientras se balanceaba en el caballito rojo y orejas verdes del parque infantil, me dijo:

—Abuelo, ¿por qué no hay niños?

 

 

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