Volare/ Relato

 

Supiste que había muerto La Coronela, porque escuchaste los llantos superpuestos de sus hijas. Recuerdas que estabas merendando en casa de una vecina, al otro lado del patio, un trozo de pan en el que te había untado aceite y espolvoreado azúcar. Aquella fue la primera vez que oíste hablar de la muerte. Tenías casi seis años. No recuerdas nada más, aunque un gemido seguido de un desgarrado «¡ay, madre!», quiere venir a tu memoria, pero no tienes la certeza de que lo escucharas. Quizás sientas la necesidad de colocarlo ahí, porque una de las cinco hijas de La Coronela era tu madre.

Para ti, La Coronela era Mane, que de esta manera llamabas a tu abuela. No sabes si la llamabas así por la dificultad que tenías en pronunciar la de seguida de una erre de la palabra madre, que es como la llamaban sus hijas. O porque así te la nombraban, quizá imitándote, tu propia madre —a la que siempre tuteaste llamándola mamá— y tus cuatro tías. Fue una de ellas, la menor de todas, la que te contó que tu abuelo, que era guardia civil —y al que no conociste—, era el asistente de un coronel, y que por eso a tu abuela la apodaban La Coronela. Tu madre nunca te lo dijo.

Quizás aquel fuera el origen del apodo, aunque estás convencido de que la razón era otra. Solías arrancar las flores de las macetas de pericones que tu abuela tenía en el patio. Imaginabas que aquellas flores alargadas eran cohetes de color fucsia; jugabas con ellas: te gustaba ver como subían, rectas, y las eses vertiginosas que dibujaban al caer. Tu abuela tuvo que verte, eso seguro, porque un día te arreó un pescozón. Volviste la cabeza y ella se llevó el dedo índice a los labios y lo colocó, tieso, delante de ellos, como si fuera una cruz. Y así terminó La Coronela con tu incipiente carrera espacial. No se lo dijiste a nadie. Ni siquiera a tu madre.

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