Eduardo Martínez Rico: «Es mi hora de ordenar»

Raymond Carver confesaba los muchos «problemas de concentración que le asaltaban ante las obras narrativas voluminosas». Se dedicó por eso a la poesía y a la narración corta, en la que fue un maestro. A Eduardo Martínez Rico (Madrid, 1976) no le asusta la obra narrativa voluminosa: es autor, entre otros, de ocho novelas (tres de ellas históricas, dedicadas respectivamente a las figuras de Fernando el Católico, El Cid y Carlos V), una biografía (Pedro J.: Tinta en las venas), tres libros de entrevistas (el último publicado en 2022, Conversaciones del siglo XXI) y tres ensayos, entre los que destaca La Guerra de las Galaxias: El mito renovado (Imágica, 2017), varias veces reeditado. Martínez Rico, doctor en Filología Hispánica («La carrera me ha servido para escribir»), acaba de publicar su libro número diecisiete: A quien se atreva a leerme (editorial Imágica), una colección de relatos, «que recorren mi vida». Muchos de ellos son inéditos, otros han sido publicados en periódicos, revistas y blogs, y más recientemente en Zenda. A quien se atreva a leerme contiene ochenta y dos relatos, escritos «con gran placer, porque para mí escribir un relato es un descubrimiento». A quien se atreva a leerme se abre con el relato que da título al volumen y se cierra —no es casualidad— con un cuento titulado El arco iris, escrito «en momentos oscuros de la pandemia». Ambos, con innegables tintes autobiográficos, son una reflexión sobre el oficio de escribir… con veinte años de diferencia.

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—En este libro he encontrado un escritor diferente, tanto en la temática como en el lenguaje. Más introspectivo.

—Sí. Lo que ocurre con estos cuentos, en primer lugar, es que están escritos en un lapso de tiempo de mi vida muy largo: más de veinte años. Son muy diferentes a todo lo que yo hago. Yo diría que son muy literarios, muy concentrados, que son, en cierto modo, muy ambiciosos, muy profundos: vienen de muy dentro, son muy oníricos. Creo que son un buceo fuerte dentro de mí. Por eso yo les doy más valor. Son como un psicoanálisis muy profundo de mí mismo. Son muy literarios y muy artísticos.

—Literariamente, estos cuentos tienen también un estilo distinto al de tu amplia producción anterior.

—Digamos que con el tiempo he ido adquiriendo mayores conocimientos literarios. He llegado a la conclusión de que la novela no tiene que estar muy bien escrita, que la novela tiene que ser entretenida. Es mi impresión por lo que he visto en otros escritores que admiro. No tiene que ser algo muy pulido, tiene que ser algo que te enganche, divertido, entretenido. En cambio los cuentos, por ser más cortos, se cuidan más. En mi caso son una pieza más pura, muy concentrada, muy pétrea, con mucho núcleo.

«He llegado a la conclusión de que la novela no tiene que estar muy bien escrita, que la novela tiene que ser entretenida»

 

—¿Y quizá por eso necesitan de más corrección que una novela, de la búsqueda de la palabra exacta, de la idea más clara?

—Lo que ocurre con los cuentos es que son ideas que me vienen muy de repente, son como relámpagos. Los escribo de una sola vez y, claro, luego los corrijo. Son como una idea que yo considero muy buena y la plasmo en el papel o en el ordenador: los escribo de una manera muy instantánea. En ese sentido creo que se parecen a la poesía: la concentración, la brevedad… La novela permite mucha más dispersión.

—Precisamente, Relámpagos es el título de una novela tuya, experimental por su temática, su lenguaje y su estructura. Un relámpago es para ti mucho más que la mera consecuencia de un fenómeno atmosférico.

—Para mí un relámpago es, literariamente, una gran idea. Es como un pasmo que tiene el escritor, que de repente se da cuenta de que aquí hay algo muy interesante y apasionante, incluso para uno mismo, que luego lo intenta trasmitir al lector mediante la escritura. Me pasa mucho en la realidad. Son las ideas que utilizo para mis textos.

—¿Qué te ha movido en este momento de tu carrera como escritor a publicar esta colección de cuentos?

—Hace poco leí una frase de Cela que decía, y no sé en que momento de su vida lo dijo, que llega un momento en la vida del escritor en que tiene la necesidad de echar la vista atrás, de ordenar sus textos. Creo que eso me ha pasado a mí ahora. Acabo de publicar un libro de entrevistas, ahora estos cuentos y estoy preparando una antología de artículos, que para mí es un libro importante. Es también un libro de mucho tiempo, muy seleccionado. Son artículos de mucho tiempo, no son de un año. Esto ya lo he hecho varias veces y con distintos géneros. Creo que me ha llegado la época de la que hablaba Cela. Y yo sigo escribiendo mis libros. Tengo la sensación de que, llegado un cierto momento, puedo dejar de escribir, por lo que sea. Quiero, por eso, dejar mi obra ya bastante perfilada. Es un poco la sensación de la persona que se puede morir. Yo pensaba que en la pandemia me podía morir. El libro que estaba escribiendo entonces lo terminé con mucha premura, con mucha tensión, porque creí que me podía morir. Esto es lo mismo que me ocurre ahora, la sensación de que tengo que dejar de escribir, o de escribir como lo hago hasta ahora. Quiero dejar mi obra bastante perfilada.

—El artículo es otra pieza literaria quizás más pulida que un cuento. Ha de ser conciso y muy directo.

—Se parecen mucho en cuanto a la idea, pero el cuento es ficción, como es mi caso. Tiene esa extrañeza que no tiene el artículo. El cuento no sabemos de dónde nos viene, es como si viniera de otro planeta. En cambio, el artículo es de este planeta. A mí me gustan mucho los artículos, pero es otro género. Comparten con el cuento la brevedad, la concentración, el lenguaje… aunque considero que el artículo no tiene que estar tan maravillosamente escrito como un cuento, porque tiene que ser algo más del día a día, del momento, más espontáneo.


«Tengo la sensación de que, llegado un cierto momento, puedo dejar de escribir, por lo que sea. Quiero, por eso, dejar mi obra ya bastante perfilada»

 

—¿Qué pensaría de esto tu amigo Francisco Umbral?

—Él decía algo parecido. Decía que el artículo no tenía que estar demasiado corregido. Tenía que nacer de la primera vez que lo escribías. Un artículo sobado decía que era malo. Apenas corregía. Y él era el gran maestro del artículo. Lo dicen incluso sus mayores enemigos.

—O sea, de su máquina de escribir directo al periódico.

—Prácticamente. Lo sabía muy bien desde el principio. Yo lo achaco a que era un grandísimo lector desde pequeñito, y eso le daba muchas herramientas, además de que tenía mucha práctica de escribir. Escribía con una facilidad máxima y lo hacía todos los días. Para él un artículo era como para un virtuoso una complicada pieza de piano.

—Parece que hay un renacer del cuento. Ahora se ven más libros de relatos en las mesas de novedades de una librería que hace unos años.

—No estoy muy seguro de hasta qué punto es así. Tú ves poca gente leyendo cuentos. Hay una editorial, Páginas de Espuma, que solo edita cuentos, y parece que le va bien. Creo recordar que hace años Alfaguara tenía una colección de cuentos de grandes autores, una colección buenísima.


«Para Francisco Umbral un artículo era como para un virtuoso una complicada pieza de piano»

 

—Vivimos en una época de inmediatez. Un cuento puede leerse incluso en el móvil, en una sala de espera, en un viaje en autobús, entre tres estaciones de metro. Esos tiempos irían a favor del cuento.

—Todo eso empuja a pensar que estamos en el gran momento del cuento. Debería ser así. Es más lógico que se lean más cuentos que novelas. Tienen una extensión maravillosa. Un cuento es un relámpago que te puede hacer pensar mucho, puede abrir tus límites y llevarte más allá. Eso es lo que le sucede al escritor, que si lo sabe trasmitir y lo traslada al lector hay una trasmisión. Es maravilloso. Por eso me gusta tanto leer. Los escritores que más éxito tienen son los que mejor se lo pasan escribiendo. He conocido escritores que disfrutan mucho escribiendo, urdiendo tramas, investigando. Eso les encanta. Y resulta que, al final, también al lector. El lector hace algo parecido al escritor. Ojalá que mis lectores piensen lo que yo pensaba al escribir mis cuentos. Para mí el cuento es un gran género. Cuando a mí se me ocurría un cuento me ponía contentísimo. Era como haber encontrado un trébol de cuatro hojas.

—¿Quizás la crítica ha minusvalorado el cuento en beneficio de la novela, cuando escritores consagrados han sido grandes autores de cuentos?

—Yo creo que el cuento se ve como un aprendizaje para escritores noveles, como si fuera un género de ensayo. Creo que por ahí va la cosa y que la novela es un género serio, más profesional, más difícil. Me acuerdo ahora de que Alberto Vázquez-Figueroa, cuando yo no había escrito ninguna novela, o alguna experimental, no recuerdo, me dijo: “Escribe novelas, no escribas cuentos, porque el cuento es un género de escritores consagrados, y la novela es lo que se lee”. Él tenía razón: el cuento es un género, pienso yo, que se publica de autores que ya tienen mucha obra. Quizás el escritor no consagrado publica cuentos en periódicos o revistas, que es lo que he hecho yo (algunos están publicados en Zenda), pero el libro de cuentos te lo publican cuando ya eres conocido y tienes un público.


«Los escritores que más éxito tienen son los que mejor se lo pasan escribiendo»

—Hablabas antes de cuentos oníricos, de psicoanálisis. He visto también que recreas leyendas, reales o inventadas. Si hay en España un lugar propicio para las leyendas es Galicia. ¿Cuánto del espíritu gallego hay en estos cuentos?

—Pues hay mucho. Viajo mucho a Galicia, a Puentedeume, donde tengo amigos y familia. No son solo los cuentos, sino cuanto de ese espíritu gallego del que hablas hay en mí, de su tradición, de su misterio. Hay, además, tantísimos buenos escritores gallegos. Es una tradición que me encanta. He vivido mucho en Galicia, porque mi padre era de allí y viajo todos los años. Voy a presentar este libro allí. Uno de los cuentos, La ría de la leyenda, es un trasunto literario de la ría de Ares, donde yo veraneo. Me invento que allí hay dinosaurios, gigantes. Imagino que es el escenario anterior a todas las cosas. Recuerdo que un día, hace ya veintitrés años, cuando se me ocurrió este cuento, vi llegar a la ría hidroaviones para recoger agua y apagar un incendio. Un tío mío pilotaba en esa época aquellos hidroaviones. Yo veía cómo llegaban y amerizaban. Es cuando se me ocurrió pensar en unos dinosaurios que volaban. Tengo otro cuento sobre el puente de piedra por el que camina una persona. ¿Se tirará a los coches? (sonríe)

—Hidroaviones que se convierten en dinosaurios voladores, lo que acaso nos remita al realismo mágico o al surrealismo, tus alusiones a los escritores gallegos, tu amistad de años con Umbral. ¿Quién más te ha influido a la hora de escribir cuentos?

—Aunque no lo veo muy claramente, creo que me ha influido mucho Borges. Es un escritor que me gusta mucho, admiro mucho sus cuentos. Me ha tenido que influir, seguro. En un tiempo he leído también a José María Merino, un escritor que me gusta mucho. Los cuentos pertenecen a otro momento de mi vida. Ahora estoy centrado en una novela y en escribir artículos y entrevistas para Zenda.

Confesión, o el poder del perdón

(Esta reseña fue inicilamnete publicada el 1 de Junio de 2024, en la Revista digital Zenda).

 

Confesión comienza como cualquier novela policíaca que se precie, colocando sobre la mesa un muerto (dos, en este caso) en el primer capítulo. Y ahí se acaba cualquier parecido. El asesino confeso, Fernando González Rivas, alférez de marina, es juzgado por un tribunal militar y condenado a muerte: será guillotinado. El condenado solicita la presencia del sacerdote Santiago Leira, su amigo desde la infancia. No destripo nada: son las primeras páginas del libro. Así, sin más dilación, Eduardo Martínez Rico ha planteado el eje narrativo sobre el que oscila la novela: el perdón, tanto el divino como el humano.

A partir de ese momento, la novela alterna el presente con el pasado. Se nos da noticia del nacimiento de la amistad entre Fernando y Santiago. Asistimos al noviazgo del primero —un joven de condición modesta— con Marta, la niña rica, hija y hermana de los asesinados. Conocemos el descubrimiento del amor y los primeros escarceos sexuales en la pandilla de amigos adolescentes, y asistimos al nacimiento de la vocación de Santiago, un joven que «está como un queso». Como afluentes del río principal se van abriendo otros: la culpa, el amor, la expiación, la amistad, y tangencialmente, el debate sobre la pena de muerte.


«Los diálogos entre Santiago y Fernando, eruditos ya desde su juventud, están cargados de planteamientos filosóficos, religiosos y morales»

Galicia, entre la realidad y la distopía

El espacio temporal en el que se mueven los personajes de Confesión (Imágica Narrativa, 2024) es un presente/futuro distópico: vivimos en una República tecnificada donde se ha reinstaurado la pena de muerte.

El espacio físico es Galicia, «mi querida tierra gallega», dice Martínez Rico, que explica así el subtítulo, Una novela gallega. En esta Galicia distópica, sin embargo, el caldo gallego es —afortunadamente— el de siempre: «con muchos grelos y mucha patata» y el obispo de Ferrol-Mondoñedo sigue ejerciendo su influencia. Además de gallega, Confesión es una novela religiosa.

Los diálogos entre Santiago y Fernando, eruditos ya desde su juventud, están cargados de planteamientos filosóficos, religiosos y morales, van marcando el ritmo narrativo del libro, entreverados de prolijas descripciones de lugares y situaciones en los diferentes saltos temporales. Esto provoca que la novela se alargue hasta las cuatrocientas páginas.


«El castillo prisión (del mismo nombre que «un barco perdido») se configura así como un personaje más»

 

No menos eruditos resultan los diálogos que el sacerdote mantiene con un cultísimo comandante Palazón, jefe del castillo de San Carlos, prisión militar en la que el condenado espera el cumplimiento de su sentencia. Siendo jóvenes, Fernando y Santiago escucharon la leyenda que del castillo se contaba desde varios siglos atrás, y que en el presente está tan a la última que la cuchilla segará la vida del reo al pulsar una tecla de ordenador.

El castillo prisión (del mismo nombre que «un barco perdido») se configura así como un personaje más, acaso el epítome de la delgada línea que en Galicia separa la realidad de la leyenda, la Galicia ancestral de la más moderna o —incluso— esa Galicia de marcadas diferencias entre clases sociales.

Confesión es la primera novela de Eduardo Martínez Rico, escrita en 2001. Se publicó por primera vez en 2018, y ahora es reeditada. En la presente edición se ha incluido un prólogo del hispanista francés Jean-Pierre Castellani y un posfacio del propio autor, en el que cuenta la génesis de la novela.

Penelope Spada: investigación criminal y terapia personal

(Este artículo fue inicialmente publicado el 17 de Julio de 2024, en la Revista digital Zenda)

 

El matrimonio formado por los escritores suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö cambió radicalmente el rumbo de la novela negrocriminal contemporánea.

En 1965, la pareja sueca publicó Roseanna, la primera de una serie de diez novelas  de treinta capítulos cada una: historias basadas en casos reales — Wahlöö fue reportero de sucesos— con las que querían hacer una crítica de la sociedad sueca. Juntos crearon a Martin Beck, un policía de la Brigada de Homicidios de Estocolmo que no respondía al estereotipo imperante en la época, herencia de la tradición detectivesca británica. Beck es una persona de carne y hueso —como los colegas que trabajan con él— que evoluciona ante los ojos del lector, libro a libro, en el marco de una «sociedad ya de por sí indisciplinada y postrada moralmente».

Sjöwall y Wahlöö estaban marcando el camino de cómo serían en adelante los investigadores de crímenes y convertirían las novelas negras en algo más que un mero entretenimiento.

Nace Penelope Spada

Ha pasado más de medio siglo de aquella publicación. La sociedad ha cambiado, pero los postulados del matrimonio sueco siguen estando vigentes. En este contexto, el escritor italiano Gianrico Carofiglio ha alumbrado a la investigadora Penelope Spada. Lo ha hecho con una novela escrita en primera persona, La disciplina de Penelope (Duomo Ediciones, 2022).


«Penelope Spada es un personaje alejado igualmente de cualquier estereotipo: es contradictoria, y por eso tan atractiva literariamente hablando»

 


Penelope es una exfiscal milanesa que hace labores de investigadora privada, «un trabajo irregular, sin licencia, al margen de Hacienda», que cobra «a ojo». Abandonó la magistratura por algo que calla y que le ha abierto profundas heridas psicológicas.

Penelope Spada es un personaje alejado igualmente de cualquier estereotipo: es contradictoria, y por eso tan atractiva literariamente hablando. Cuando va al supermercado compra «alimentos biológicos y sanos, pero también dos botellas de vino blanco, dos de tinto y una de bourbon». Fuma un paquete de cigarrillos diario, pero es muy deportista. Tan fuerte y decidida como frágil. Vive atenazada por una «rabia descontrolada», el estadio más elevado de la ira.

Me aventuro a decir que —quizá— Carofiglio decidió llamarla Penelope, como la mitológica esposa de Odiseo, por la relación de ambas con los hombres. «No confío en los hombres, supongo que porque en el fondo les tengo miedo», confiesa la investigadora.

Carofiglio, de fiscal a escritor

Gianrico Carofiglio, magistrado y fiscal antimafia, conoce muy bien el terreno que pisa: abandonó la judicatura para dedicarse a la escritura.


«Penelope es una mujer que duda; por eso pregunta y se pregunta. Repetidas veces se interroga sobre si lo que hace es correcto o no»

 

Se dio a conocer en Italia en 2002 con Testigo involuntario, que Umbriel publicó en España en 2007. Era la primera novela de una serie protagonizada por Guido Guerrieri (un alter ego del autor), un abogado romántico y melancólico de Bari, que quiere ser escritor. Una revista femenina italiana llegó a decir que muchas mujeres italianas estaban enamoradas de Guido Guerrieri. Quizás esto fuera así porque el abogado barinés presentaba muchos rasgos femeninos en su personalidad. En Penelope Spada sucede lo contrario: es fuerte y dura, y bebe en exceso, rasgos que tradicionalmente se han considerado masculinos.

Como abogado que era, Guerrieri no hacía investigaciones, solo actuaba ante los tribunales. Pero en el cuarto libro de la serie, Las perfecciones provisionales (La Esfera de los Libros, 2010), rompe con su máxima y se deja llevar por sus «veleidades de investigador»: acaso estaba poniendo la primera semilla de Penelope Spada. Y quizás una segunda: Las perfecciones provisionales —una excelente novela, muy filosófica— es un canto a las segundas oportunidades. Aunque, conociendo a Penelope, puede que pusiera voz a uno de sus pensamientos recurrentes y me dijera: «No estoy del todo convencida de que esta afirmación sea cierta».

Las emociones de Penelope Spada

Penelope es una mujer que duda; por eso pregunta y se pregunta. Repetidas veces se interroga sobre si lo que hace «es correcto» o no. Está obsesionada, «como una maldición o una condena» por lo que ella llama la «mediocridad moral» en la que vivimos: el intento de justificar nuestro comportamiento echando la culpa a los demás. Reflexiones éticas lanzadas a la cara del lector.


«Penelope ha madurado: está preparada para contar su historia, reconstruyendo su sentimiento de culpa; una culpa dolorosa por unos hechos irreparables»

 

En La disciplina de Penelope, la exfiscal acepta un caso, un desafío más por retomar aquella «época en que tenía un trabajo de verdad», que porque crea que hay algo que descubrir. Será a lo largo de la investigación, mientras pregunta y —sobre todo— escucha las historias de los demás, cuando Penelope reflexione sobre su propia vida. Aunque no sea consciente de ello, se está investigando a sí misma: el auténtico misterio por resolver. Aprende a poner nombre a sus emociones y sentimientos: «El psicofármaco más potente es un buen vocabulario», le había dicho su psiquiatra. Y vive una catarsis.

En este proceso de interrogación y duda encontramos a Penelope al comienzo de la segunda —y hasta ahora última, también en Italia— novela de la serie, Rencor (Duomo ediciones, 2023), en la que se funden pasado y presente. Penelope ha madurado: está preparada para contar su historia, reconstruyendo su sentimiento de culpa; una culpa dolorosa por unos hechos irreparables. Es la mejor de las dos novelas, con una estructura narrativa diferente a la primera.

El poder salvador de las historias es una idea central en la literatura de Gianrico Carofiglio.

«Las historias son lo que tenemos», escribe Carofiglio en el prefacio de El arte de la duda (Marcial Pons, 2010). Es este un libro muy curioso. Iba dirigido en primera instancia a abogados y magistrados para instruirles en técnicas de interrogatorio a testigos, basadas en procesos reales. Pero ocurrió algo que «no era esperable»: el libro comenzó a circular entre los lectores como una colección de relatos. Así que el exfiscal eliminó la parte jurídica y reescribió el libro.


«La crudeza de los inviernos suecos influía también en el carácter de aquellos policías suecos de mediados de los sesenta del siglo pasado, que la combatían veraneando en Mallorca o las Canarias»

 

No resulta extraña, por tanto, la belleza y concisión de los diálogos en la literatura de Carofiglio. En los dos libros protagonizados por Penelope Spada, los diálogos están limpios de acotaciones y apostillas, seguidos o precedidos en algunos momentos de reflexiones interiores de la investigadora, personales o profesionales.

La concreción no está solo en los diálogos. Carofiglio hace muy buena literatura con un estilo muy definido. Escribe con precisión y con una más que notable economía de lenguaje (son muy buenas las traducciones de Montse Triviño). En estas dos novelas, premeditadamente cortas pero intensas (224 y 252 páginas, respectivamente), hay escasas descripciones —salvo las estrictamente necesarias— de personas y lugares. Sí hay continuas alusiones al cambiante estado del tiempo en Milán, porque afecta al estado de ánimo de la protagonista. La crudeza de los inviernos suecos influía también en el carácter de aquellos policías suecos de mediados de los sesenta del siglo pasado, que la combatían veraneando en Mallorca o las Canarias.

Resultaría  muy fácil encasillar a Gianrico Carofiglio (solo) como autor de novelas negras. Eso equivaldría a reducir su literatura a la sucesiva resolución de enigmas criminales para pasar el rato, aquello contra lo que lucharon Sjöwall y Wahlöö hace sesenta años.