Naufragio y peregrinación, y sobrevivir para contarlo

portada de Naufragio y peregrinación_Pedro Gobeo de Vitoria

Naufragio y peregrinación es el diario, narrado en primera persona por el joven sevillano Pedro Gobeo de Vitoria, de un accidentado viaje a finales del siglo XVI (1593-1594). Gobeo fue uno de los pocos supervivientes que superaron penalidades, hambre, sufrimientos y muerte, a través de cientos de kilómetros de lo que hoy conocemos como Costa de las Esmeraldas (Colombia y Ecuador).

Éramos todos diez y ocho: los que faltaban para cuarenta y uno habían muerto miserablemente o de hambre, sed y cansancio, o ahogados al pasar de los ríos; y otros que de su voluntad se habían quedado en aquellas desiertas soledades. —Pedro Gobeo

Pedro Gobeo tenía quince años.

 


NAUFRAGIO Y PEREGRINACIÓN, Pedro Gobeo de Vitoria. Crítica, 2023. 256 páginas.


 

Portada de la edición original de Naufragio y peregrinación, de Pedro Gobeo de Vitoria
Fragmento de la portada original de Naufragio y peregrinación, editado en Sevilla en 1610 a instancias de la madre de Pedro Gobeo, Juana de Mena, En el libro se  ofrece un código QR con el que puede descargarse un ejemplar de aquella edición.

Naufragio y peregrinación o el deseo aventurero

La ciudad de Sevilla, sede de la Casa de Contratación,  era  a finales del siglo XVI un hervidero de gentes variopintas que querían partir (o regresaban) hacia el Nuevo Mundo, descubierto por Colón cien años antes. Las historias que contaban inflamaron sin duda la mente de un Pedro Gobeo adolescente:

 Bullía dentro de mi pecho lo mucho que en otros reinos debía de haber. ¡Cuánto ayuda a uno haber probado de todo para saberse manejar! —Pedro Gobeo

Con trece años, contra la voluntad de su madre ( su padre había muerto), el sevillano decide abandonar España. Se embarca en una galera con la intención de llegar a Tierra Firme y luego a Perú. Las negativas de la madre tratando de quitarle la idea de partir y los consejos, una vez que ha entendido que Pedro no va a desistir de su idea («que no eran burlas mis intentos, sino veras»), constituyen un discurso conmovedor.

«Anhelaba salir de mi patria, pareciéndome que un hombre no había de vivir encerrado entre las paredes de su casa y en un rincón de la Tierra sin verla toda». —Pedro Gobeo.

Llegados a Tierra Firme Pedro Gobeo y sus compañeros parten en un «navichuelo» con exceso de pasajeros, mal aparejado y peor provisto hacia Perú. El piloto les aconseja bajarse y seguir el viaje por tierra:  solo serían «doce leguas» (poco más de 67 kilómetros). Este error de cálculo, da comienzo a la peregrinación de los 41 desembarcados. Lo que parecía un paseo se convirtió en una odisea de 800 kilómetros, a través del más completo catálogo de accidentes naturales. A cuál más inesperado y peligroso.

El término naufragio no alude, pues, a la pérdida de una embarcación en el mar, sino a su otra acepción: desgracia o fracaso. Gobeo reconoce inspirarse en  Álvar Núñez Cabeza de Vaca, autor de Naufragios y comentarios, para titular su manuscrito.

Tormenta, batalla naval y peregrinación

Hasta el momento del desembarco, no es que el viaje de Pedro de Gobeo fuera plácido. Se enfrentó a una tormenta en la que confiesa que lloró y «sintió miedo». Participó después en una batalla naval —prolija y ricamente descrita—contra corsarios ingleses. Es la primera vez en su vida que coge una escopeta, «tuve buena maña y en poco tiempo lo hice bien». Murieron veintitrés y él resultó herido en un brazo y una pierna.

Naufragio y peregrinación está plagado de momentos conmovedores. Mencioné anteriormente el de su partida de Sevilla, añado ahora dos más. Uno es la muerte de un «amigo y hermano»  entre sus brazos: «Le tenté el rostro y lo hallé con calor, aunque con los ojos cerrados». Lo entierra al día siguiente.

El segundo es, sin duda, el momento más crítico del viaje. Gobeo estaba «desfallecido, consumido y desecho, con solo la armazón de mis huesos». Ve la muerte cercana.

Comencé a cavar mi sepultura con mis propias manos, ayudándome de una conchuela (…) La acabé de cuatro palmos en hondo y de ancho y largo para enterrar quince años de tan corta y mal lograda vida que aun no se había cumplido. Cuando la tuve acabada (…) Me hinqué de rodillas, alzando las manos y ojos, ciego de llorar, suplicando al Señor que me perdonara mis culpas (…). —Pedro Gobeo

Fragmento de Naufragio y peregrinación
«(…) No narrando historias que oí  de lejos o que llegaron a mis oídos por vías indirectas, sino cosas que pasaron por mis manos y que viví en primera persona» — Pedro Gobeo.

Naufragio y peregrinación, escritura y edición

Tres años después de su aventura (1597), Pedro Gobeo ingresó en el Covento de Lima de la Compañía de Jesús. Allí escribió este relato apasionante que se lee como si fuera una novela.  La prosa es bella y ágil y un castellano riquísimo.

Por el libro transitan un fuerte sentimiento religioso («La divina providencia nunca desampara al hombre, por más apartado que esté»), y moral. Este último con la intención —escribe—  de desengañar a aquellos  que se inclinen en demasía «por las pasiones y apetitos briosos».

La feliz publicación de Naufragio y peregrinación de Pedro Gobeo de Vitoria rellena un hueco en las escasas narraciones autobiográficas de españoles de siglos pretéritos. Y digo feliz porque este libro no había vuelto a publicarse desde hace cuatrocientos años. El único ejemplar existente es el que obra en poder de la Universidad alemana de Mannheim. Aquí puedes ver la labor detectivesca  para la edición de este libro, cuyo único ejemplar fue localizado por el latinista de la Universidad de Jaén, Raúl Manchón Gómez.

Mención aparte merece la excelente edición y actualización del texto a cargo del Catedrático de Literatura en la Universidad de Navarra, Miguel Zugasti. Es igualmente destacable  el reivindicativo prólogo firmado por historiador Luis Gorrochategui,.  En él contextualiza el diario de Pedro de Gobeo en el Siglo de Oro,  «una época que imprimió el gran empuje de España, que supo mantener hasta el siglo XIX».

 

A quien se atreva a leerme

Con el desafiante título de A quien se atreva a leerme, Eduardo Martíez Rico acaba de publicar su decimoséptimo libro, un recorrido por su carrera literaria en 82 relatos, escritos en diferentes épocas de su vida. «Es una antología, no una recopilación», afirma Martínez Rico.

A QUIEN SE ATREVA A LEERME, Eduardo Martínez Rico. Imágica Narrativa, 2023. 313 páginas.

 

Estos relatos están escritos a lo largo de veinte años. «He cambiado mucho desde que comencé a escribir. He tenido muchos estilos a lo largo de mi vida. Creo mucho en el estilo». Muchos de estos relatos son inéditos, otros han sido publicados en periódicos, revistas y blogs, y más recientemente en la revista literaria digital Zenda, donde Martínez Rico colabora habitualmente.

A quien se atreva a leerme se abre con el relato que da título al volumen (aquí puedes leerlo) y se cierra con el cuento El arco iris, escrito «en momentos oscuros de la pandemia».  Ambos relatos, con innegables tintes autobiográficos, son una reflexión sobre el oficio de escribir. En el títulado Personajes reales se hace lo propio sobre el personaje y la ficción. «Los escritores somos raros y sospechosos—dice Eduardo Martínez Rico—. Nos dedicamos a hacer pensar, a hacer soñar. Nos deberíamos dedicar a despertar a la gente.  Escribo porque quiero ser escritor, porque siempre he querido ser escritor».

El resto de cuentos van desde recuerdos, historias cotidianas e historias sobre el poder,  el deseo y la familia,  hasta textos oníricos que bordean el psicoanálisis.

Eduardo Marínez Rico (Docctor en Filolagía Hispánica) es un escritor prolífico. Entre otros libros, es autor de ocho novelas (tres de ellas históricas, dedicadas respectivamente a las figuras de Fernando el Católico, El Cid y Carlos V), una biografía (Pedro J. Tinta en las venas), tres libros de entrevistas  y tres ensayos, entre los que destaca La guerra de las galaxias. El mito renovado (Imágica, 2017), varias veces reeditado.

Hormigas

Concurso #HistoriasdeAnimales, organizado por ZendaLibros.

RELATO

 

Hormigas

Jesús María Martínez-del Rey

Es mentira, mamá, que las hormigas sean un ejemplo de laboriosidad. Cuando lo descubrí ya era tarde, y tú te has muerto sin saberlo.

Cada noche, antes de dormirme, anhelaba el momento en el que venías a sentarte en el borde de mi cama. Abrías el libro Fábulas para niños y me leías aquellas historias de animales que hablaban. Yo te escuchaba embelesado.

Me decías que el abuelo también te había leído esos mismos cuentos cuando eras una niña, que su padre había hecho lo mismo con él, y que por eso el libro estaba tan manoseado. En la cubierta había unas figuras desvaídas: un conejo con chistera, una rana con una corona dorada y un zorro con frac y mirada malvada. Recuerdo que, cuando lo abrías, se elevaba el aroma que tienen los libros añejos: áspero, picante. Es el mismo olor que (ahora) tienen para mí las mentiras. La última vez que lo vi fue cuando la policía registró mi casa; luego me detuvieron.

No sé cuántas veces te escuché decir que yo tenía que ser una «hormiga trabajadora y no una perezosa cigarra cantarina». Y yo te creía, mamá. Pero el fabulista que escribió aquella historia, nos mintió: a ti y a mí. Nos engañó a todos. Durante siglos.

Mamá, las mentiras nunca son piadosas.

Supe cómo eran de verdad las hormigas una mañana de un mes de julio muy caluroso: asaltaron mi cocina. Irrumpieron como los nazis en Polonia: arrasando y sin avisar.

Tenía que parar el avance de aquel ejército invasor. Observé como escarbaban en los rincones y salían en fila. Otras entraban al agujero con una hebra de pan, una brizna de lechuga o un microscópico grano de café entre sus patas. Restos invisibles para mí, pero un inapreciable botín para estos insectos que merodean en ordenada formación en lugar de hacerlo en círculos, como los buitres.

Las fumigué hasta que se me agotó el insecticida. Busqué entonces trampas en varias tiendas. Agotadas. Así que compré más insecticida y una pistola de silicona para que sellar cualquier agujero. Estuve persiguiendo aquel enjambre peregrino casi una semana hasta sus escondites, solo accesibles para ellas. Llegaron hasta la despensa. «¿Había más de un hormiguero?», pensaba. ¿O era uno solo enorme? Sentí un escalofrío: ¿detrás de las paredes de la cocina había un mundo con vida propia, poblado de hormigas, incontrolable para mí?

Mientras recogía sus diminutos cadáveres negros, esparcidos por el suelo de la cocina, maldije al fabulista mentiroso que nos había hecho creer que aquellos insectos eran unos seres laboriosos, un ejemplo a imitar. Esa era la moraleja que se encargó (malvadamente) de colocar al final del cuento. ¡Qué crueldad para un niño que creció escuchando sus fábulas! A las hormigas, mamá, les da igual de dónde saquen lo que comen y cómo lo consiguen. No hacen otra cosa que robar los frutos de los demás. Su único afán es acaparar: son codiciosas.

Soy una hormiga, mamá, pero no cómo tú querías que fuera. Soy una hormiga codiciosa. Por eso estoy aquí, ahora, delante de tu tumba, vigilado por un funcionario. El director de la prisión me ha permitido salir unas horas, para que pueda despedirme de ti.

 

 

 

 

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