Malmoe, la ciudad de Kurt Wallander

Malmoe (Malmö) está a veinte minutos en tren desde Copenhagen, cruzando el estrecho de Öresund, sobre un puente de 16 kilómetros de longitud, construido por la empresa española Dragados, en Puerto Real (Cádiz). Fue inaugurado con el cambio de siglo, verano del 2000. Por la parte superior del puente circulan los automóviles. Los trenes lo hacen por un nivel inmediatamente inferior.

Puente de Öresund. Silvia Man/imagebank.sweden.se

El mar Báltico está agitado en esta mañana de diciembre. Es Navidad. La niebla casi no me deja ver el puente. Es como si esta serpenteante estructura se fuera desplegando desde el interior de una cueva algodonosa. Tampoco veo la estación de Malmoe hasta que la tengo casi al alcance de la mano.

Encontró un  aparcamiento al lado de la plaza de Stortorget y bajo la escalera del restaurante Kocksska Krogen (…) Pasó el puente del canal( …) Entró en la estación (…) Iba por las sombras del andén donde soplaba el viento del estrecho. (Asesinos sin rostro, 2003)

Malmoe y Kurt Wallander

He venido a Malmoe siguiendo los pasos de Kurt Wallander, el comisario de policía sueco creado por Henning Mankel. Quiero ver los lugares donde vive y trabaja este fascinante personaje.

Las novelas de la serie Wallander se publicaron en España, dependiendo de los títulos, con una diferencia de entre seis y ocho años, respecto a su aparición en Suecia. Las fechas que aparecen en este artículo se corresponden con su publicación en nuestro país. Cuando se publicaron en Suecia, el puente de Öresund no estaba construido aún. El cruce hasta Dinamarca se hacía por ferry.

A Kurt Wallander le gusta María Callas, bebe té y café, y come pizza, casi siempre fría. Vive solo en Ystad, a muy pocos kilómetros de Malmoe. Wallander conduce un viejo Peugeot, en cuyo radio cassette escucha a la Divina. Wallander tiene una hija. También será policía, cuyos primeros pasos como agente se cuentan en Antes de que hiele (2002). Padre e hija colaboran en el esclarecimiento del suicidio de una periodista,

Se siente solo y caerá en una depresión que lo recluirá largo tiempo en una isla semidesierta. No ha superado su divorcio. Conserva, sin embargo, la esperanza de reconquistar a Mona, su esposa. Por lo tanto, intenta reconciliarse. En una de las novelas de la serie, se cita con ella en un restaurante cerca del Hotel Savoy, en Malmoe, frente a la bella, cuidada e inesperadamente silenciosa estación ferroviaria.

Revivir lo leído

Son casi las diez de la mañana. La Estación Central de Malmoe es un edificio del siglo XIX de ladrillo rojo. Al otro lado del canal, más allá del casi vacío aparcamiento de bicicletas, está el Hotel Savoy y la oficina de turismo. Me coloco tras una columna, junto a la oficina de turismo en el hall de la estación. Miro. No sé que pensarán las dos jóvenes rubias mientras atienden a los escasos turistas en el mostrador de la oficina de información turística. Estoy en el mismo lugar desde el que Wallander observa a Mona, su exmujer. Han quedado para cenar. El policía quiere reconciliarse.

Cuando desapareció entre el Savoy y la oficina de turismo la siguió (Asesinos sin rostro, 2003)

Tengo la sensación de un dejà vu, aunque debería decir —si se me permite la expresión—un dejà lu. Es cierto, lo que veo ya lo había leído antes, lo había visto y sentido antes. Las descripciones de los lugares son, en consecuencia, de una escalofriante exactitud. Lo he leído en las novelas de Henning Mankel —auténtico artífice del resurgimiento de la novela negra sueca de los 60—, padre literario del comisario Kurt Wallander. 

Malmoe, pequeña y acogedora

Hace mucho fuera de la estación. El viento hace ondear ruidosamente unas banderas.  Las cuerdas golpean ruidosamente contra los mástiles metálicos. 

Soplaba un viento del norte, un viento racheado. (El hombre sonriente, 2005).

Cruzo el canal. A espaldas del Savoy se encuentra la plaza de Stortorget, en una de cuyas esquinas está–perfectamente conservada, interior y exteriormente– la farmacia Lejonet, construida a finales del XIX en estilo neorrenacentista. Maravillosa. Desde aquí se accede a la parte antigua de Malmoe.

Stortorget en Navidad. Miriam Preis/imagebank.sweden.se

La falta de luz produce melancolía

En Suecia, las fiestas de Navidad comienzan el 12 de diciembre, Santa Lucía, con la fiesta de la luz. Finaliza el 26 de diciembre. Hoy, 27 de diciembre, han comenzado las rebajas en Suecia. He comido arenques y salmón ahumados sobre unos trozos de pan de centeno. Hay mucha gente en las calles. Sin embargo, no hay aglomeraciones en los comercios del centro. Unos operarios comienzan a desmontar los adornos navideños. Un grupo de policías con chalecos reflectantes pasea tranquilamente.

El aguanieve había mojado las aceras de unas calles que a aquellas horas parecían repletas de gente. (Los perros de Riga, 2004)

Me tomo un café muy largo con un ligero toque de canela en la terraza del Espresso House, arropado con una manta. Una reconfortante y  nueva sensación. Son las tres de la tarde. Es casi de noche. Tal vez el comisario Wallander es tan melancólico como estas tardes de invierno, pienso. A las tres de la tarde el cielo se oscurece, el viento azota la cara sin piedad, mientras  cae la niebla.

La niebla. Jamás lograré acostumbrarme a ella, pese a que toda mi vida ha transcurrido en Escania, donde las personas aparecen constantemente envueltas en su manto invisible. (El hombre sonriente, 2005)

Barrio Puerto de Malmoe. Aline Lessner/imagebank.sweden.se

El desasosiego sueco

Al comisario Wallander lo conocemos cuando tenía cuarenta y tres años. Finalmente, dejamos de saber de él cuando ha cumplido cincuenta y tres. Es la última novela de la serie, Cortafuegos. Diez años, ocho novelas que son, según su autor, «novelas sobre el desasosiego sueco».

¿Qué estaba sucediendo con el Estado de derecho sueco durante la década de los noventa? ¿No tendrá que pagar la democracia sueca un precio que pueda llegar a parecernos demasiado alto y deje de merecer la pena pagar?

Henning Mankel se hacía estas preguntas en la introducción de La pirámide (2006), una colección de tres relatos que narran los años en los que Wallander era un policía veinteañero en Malmö.

Ya comisario, ejerce en la cercana Ystad, pequeña ciudad que el autor sueco describe minuciosamente en sus novelas, igual que Malmoe.  Allí está la calle Mariagatan en la que vive el comisario y la pequeña comisaría. Y también el Hotel Continental donde come en ocasiones. El comisario Wallander siempre tiene reservada allí una mesa, gentileza del propietario real del establecimiento al detective de ficción.

 

 

 

La integridad, o cómo identificarte

integridad

¿Quién eres?

¿Quién te gustaría ser? ¿Qué te gustaría ser?

¿Crees en ti y tus posibilidades?

¿Eres imaginativo? ¿Eres soñadora, creativa?

¿Qué te hace pensar que no lo eres?

¿Eres conformista?

¿Eres capaz de ver más allá?

¿Tienes  un proyecto de futuro?

¿Qué te impide tenerlo?

El liderazgo interior es autogestión. Si algo quieres ser, es porque lo llevas dentro. La capacidad de asumir riesgos es tu prueba de fuego.

El corazón te dice los pasos que has de dar. La cabeza como hacerlo. Escucha a tu corazón.

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Fotos:De la exposición de trabajos fin de curso alumnos Escuela de BBAA de Ciudad Real

Plaza Botero (Medellín), realidad y fantasía

 

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Me sorprenden las medidas del óleo fechado en 1999, medio metro por apenas cuarenta centímetros, titulado La muerte de Pablo Escobar. No se corresponden con lo que espero de su autor, Fernando Botero, ni con la magnitud del hecho retratado: el abatimiento del sanguinario capo del narcotráfico. “La pieza más apreciada por los visitantes”, me comentan los responsables del Museo de Antioquia, en Medellín.

Junto a tan emblemático lienzo, una docena más de similar tamaño: un Corazón de Jesús que bendice con la mano izquierda; y más allá, dos árboles; y junto a estos, una pareja; y en diagonal, escenas de tauromaquia, guiño de quien quiso ser torero y acabó pintando orondos toreadores. Las reducidas dimensiones y la luz tenue que ilumina la sala, resaltan los colores y avivan las emociones del espectador. Sensaciones diferentes a las que se experimentan en las salas restantes donde se exponen dibujos, acuarelas y pinturas de gran formato, en los que el Maestro despliega su inmenso muestrario de personajes de exagerada volumetría e intenso colorido, suspendidos en atmósferas acuosas y paisajes irreales.

La tercera planta del Museo de Antioquia (sin acento en la i), construcción Art Decó de los años 30, está íntegramente ocupada por las obras regaladas por el artista hasta 2009 a Medellín, su ciudad cuna: 126 piezas de su colección particular entre pinturas, dibujos y esculturas, además de 32 obras de otros artistas – Barceló, Tapies, Alex Katz, Rodin-, expuestas en la Sala Internacional. En la denominada Pedrito Botero, en memoria de su hijo fallecido, y cuyo retrato preside la Sala, está colgado Exvoto, la primera donación de 1974, en la que el artista se retrata arrodillado ante la Virgen.

Al fondo, se accede a la Sala de Esculturas: Pájaro, Cabeza, Mano, Venus, Guitarra, hasta una quincena de obras en diferentes materiales, cuyos volúmenes se reafirman con la luz tamizada por los estores del ventanal abierto sobre las copas de las ceibas y los guayacanes de flores amarillas de la Plaza Botero: un espacio público de siete mil metros cuadrados, en el que se hayan repartidas 23 gigantescas esculturas en bronce fundidas en Pietra Santa –Italia-, mimosamente restauradas cada seis meses por empleados del Museo.

plaza-Botero

REALIDAD Y FANTASIA

Entre cuidados parterres, los fantásticos personajes esféricos boterianos contemplan la vida cotidiana que deambula, abirragada, a sus pies: jóvenes que me ofrecen chicle y tabaco, o minutos de “celular” a 200 pesos, vendedores de boletas de lotería, de sombreros; voceadores de El Colombiano, el centenario periódico medellinense donde publicó sus primeros dibujos Fernando Botero; turistas que se retratan apoyados en las peanas de El rapto de Europa o El hombre vestido.

Ante la mirada indiferente de los transeúntes, policías auxiliares- imberbes y desarmados-, cachean a adolescentes; mujeres policía con ceñidos pantalones caquis y moño recogido en una redecilla goyesca, patrullan entre La mujer reclinada, El soldado romano o El hombre a caballo. Los niños se encaraman y acarician El perro, o El gato, o El caballo, mientras los lustrabotas (policheros) buscan clientes entre los que sestean o conversan en los bancos de hierro forjado y madera, bajo los cipreses que delimitan la fachada lateral del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, exótica construcción gótico flamenca de los años 40. A sus espaldas tres escribanos mecanografían a petición en antiguas máquinas de marca brother. Pocos metros por encima de las cabezas de este universo de personas y esculturas, el metro sale desde detrás sale de la fachada del Palacio, como si fuera una de esas maquetas por la que se deslizan trenes, accionados por apasionados de los ferrocarriles.

¿Qué es real en esta plaza¿ ¿Qué lo imaginario? ¿Dónde está “la línea de demarcación que separa lo que parece real de lo que parece fantástico”, de la que escribió García Márquez?

escribano

La Plaza Botero y el Museo de Antioquia, institución convertida en epicentro de actividades culturales y pedagógicas, son uno de los hitos del nuevo Medellín. “Que nuestra ciudad ya no sea más la de la violencia. Medellín puede y debe ser la ciudad de la paz”, refieren los periódicos locales de hace algo más una década que dijo Botero. Cultura, arte y arquitectura, pilares en los que las autoridades locales se anclan para la recuperación de la paz y la tranquilidad de la que fue ciudad más violenta del planeta. Hoy es una ciudad viva , en la que la esperanza es patente – “cuéntelo”, me dice un paisano, a la vez que me intenta vender un sombrero- en los rostros de los habitantes de esta ciudad de primavera eterna, abrazada por verdes montañas por las que trepan y descienden las casas, violeta y anaranjada al amanecer, anaranjada y violeta al atardecer, “el violeta maluco del atardecer”, escribe el medellinense Jorge Franco en Rosario Tijeras. Cerca del ecuador, el sol en Medellín sale y se pone casi con la misma velocidad con la que se sube y se baja una persiana.