Platón no estaba allí

Concurso Zenda #HistoriasdelaHistoria

 

RELATO

Platón no estaba allí

Jesús Mª Martínez-del Rey

 

Morí como lo hacen las grandes divas de la ópera: con dignidad y de cara al público. La imagen de ese momento en que, hermoso como un dios bajado del Olimpo, levanto una mano y con la otra alcanzo la copa de cicuta —que me beberé—, me hizo pasar a la historia de una manera distinta a como venía siendo representado. Tuve que esperar casi dos mil años para que Jacques-Louis David retratara mi suicidio. Esta muerte mía dio sentido a mi existencia y me hizo eterno. Y aquí estoy, colgado en una pared de un museo de Nueva York.

Que aspecto tan diferente con el que un escultor anónimo quiso presentarme: un hombre viejo y feo. Mi cara fea de hombre viejo —con los ojos vacíos— es la que aparece en las enciclopedias cuando los niños tienen que hacer una tarea sobre mí. Y si siguen leyendo, encontrarán que satíricos comediógrafos decían que yo andaba por las nubes. Y el público se reía. Pero lo que yo digo no es de risa: sesudos filósofos no se cansan de hablar de mí en sus libros que solo leen otros folósofos. Me citan también en las escuelas de negocios y mucho en los blogs. Cuando nadie tiene nada que decir, cita; incluso escriben libros. Yo no escribí ninguno. Aún así, me citan. Pero esas palabras no son mías. Las puso en mi boca un poeta que, además, era filósofo.

Yo, como las heroínas de las óperas, que solo existen en las voces de las divas que las cantan, he existido como personaje en unos diálogos, que no eran otra cosa que ficción. Soy la invención de un joven de espaldas anchas, al que apodaban Platón. Soy su mejor creación: me llamó Sócrates y me covirtió en un personaje de ficción al que todos citan.

El día en que morí, Platón no estaba allí;  dice que se lo contaron y lo escribió.

Souvlaki

Relato finalista en el Concurso de relatos #elveranodemivida, organizado por Zenda Libros.

RELATO

 

Souvlaki

Jesús Mª Martínez-del Rey

Rompió conmigo la noche de San Juan, el día de su cumpleaños.

«Se acabó», me dijo con la misma calma que, a nuestro lado, tenía el mar Egeo. No pude probar bocado del souvlaki que el camarero acaba de ponerme delante. Se acercó el propietario de la taberna. El hombre no entendía qué pasaba y yo no lo entendía a él. Ni a ella: la ruptura me había pillado por sorpresa. El souvlaki volvió intacto a la cocina y nosotros al hotel. Dormí en una hamaca, en la terraza. Y las tres noches siguientes; los amaneceres eran lentos, naranjas, volátiles como ella. El viaje de regreso a Atenas se lo pasó tumbada —leyendo— en la cubierta del barco, escondida detrás de un sombrero blanco: una fría escultura yacente al sol mediterráneo. En el avión a Madrid no me dirigió la palabra, miraba por la ventanilla.

Fui a su casa dos días después a recoger mis cosas. Mientras buscaba las llaves, escuché una voz de hombre y unas carcajadas; luego, los suspiros rítmicos de ella. Tiré sobre el felpudo la guía turística de las islas Espóradas: el viaje que le había regalado por su cumpleaños.

No he vuelto a verla.

Cuando alguna chica me dice ahora lo romántico que sería hacer un crucero por las islas griegas o que Venecia está preciosa en primavera, me asalta el olor maravilloso del souvlaki que no me comí. Dejo entonces de contestar sus mensajes y sus llamadas, y desaparezco.

 

Concurso #elveranodemivida. ZendaLibros.

 

El selfi de Velázquez

RELATO

El selfi de Velázquez

 

 

Te preguntas qué pensarían de ti si les dijeras que tu sueño es descubrir el misterio de Las Meninas. Es un anhelo que te ha rondado más veces de las que hubieras querido y, por eso,  lo desechabas cada vez que quería apoderarse de ti. Pero eso cambió el día en que volviste al Museo. Corriste a ver a tus niñas, después de meses de clausura por la pandemia. Estabas mirándolas, cuando entró una chica y se detuvo delante del cuadro. La primera visitante. Fuiste a sentarte en tu silla de vigilante de sala y la observaste desde allí. Estabais solas. La chica miraba la pintura, ensimismada, con los brazos a la espalda. Te fijaste en que, como trazos suaves de pincel blanquecinos, unas lágrimas brillaron sobre su mascarilla negra. En aquel instante, hubieras querido acercarte a ella y susurrarle que no tuviera miedo, que saltara el cordón que la separaba de aquel lienzo prodigioso, que aceptara la invitación de Velázquez para entrar en la escena, que cruzara la puerta que se ve al fondo de la estancia. Pero te quedaste quieta. Se escuchó entonces el murmullo de los que entraban y la chica se marchó. Te gusta contemplar Las Meninas antes de que lleguen los primeros turistas o cuando ya todos se han ido y la sala queda vacía. En esos leves momentos sientes que el cuadro es una continuación de la sala, y caminas hacia él. Respiras su aire sereno; escuchas las pinceladas largas y lentas sobre la tela, la risa aguda de la infanta y el fru fu de su vestido; te invade el olor aceitoso del naranja y del blanco, que hay untados sobre la paleta del pintor. Te dices que la infanta y sus damitas son solo unas niñas que, como a tus hijas, les gusta jugar y gesticular cuando tienen delante una cámara; o posan y se fotografían, cuando te quitan el teléfono. Las meninas son un selfi de Velázquez, delante del que, a los turistas, les gusta hacerse selfis. Piensas que, con esas fotografías, quieren dar eternidad a un instante, igual que hizo el pintor sevillano con aquel momento enigmático de la vida palaciega hace cuatro siglos. Viendo llorar a aquella chica supiste que no podías sustraerte al deseo que has tenido tantas veces en todos los años que llevas trabajando en el Museo: dejar de ser la guardiana de esa frágil frontera que te separa del cuadro; quieres traspasarla y conocer el secreto que nadie ha conseguido aún desvelar: qué está viendo Veláquez mientras pinta Las Meninas. Quieres ser sus ojos. Ese descubrimiento te hizo llorar también a ti, el día en que regresaste al Museo. Los visitantes están a punto de irrumpir en la sala como lo hicieron la infanta y su tropa infantil en la estancia donde estaba pintando don Diego, para que las retratara. Mientras paseas delante de la frontera que proteges, te dices: «olvida lo que piensen los demás de tu sueño».

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