Una playa tranquila/ Relato

 

La dedicatoria que me escribió Domingo Villar en su segunda novela me ha traído hasta esta playa.

Recuerdo que salí de la editorial con mi libro dedicado bajo el brazo, y que comencé a leerlo sentado en un vagón del metro. Domingo Villar definía una palabra al empezar un capítulo. Como Petros Márkaris en algunas novelas del comisario ateniense Kostas Jaritos, coleccionista de diccionarios. Cuando, hacia la mitad del libro, definió «Taberna», tuve una revelación muy poco mística: sentí el irrefrenable deseo de comer suvlakis, las brochetas de carne asada por las que Jaritos siente debilidad, pero que su mujer aborrece. Se las toma a escondidas en alguna taberna. Y así fue como al verano siguiente, aterricé en Atenas, «una Ítaca urbana y moderna», y me aficioné al espeso café griego. Nada que ver con el delicado espresso del Torino, el bar favorito del comisario Guido Brunetti. Mirando a través de sus cristaleras, me di cuenta de que Venecia es solo una ciudad de provincias invadida.

Mis ventanas fueron, durante el confinamiento, la angustiosa frontera entre mi casa y las calles vacías, tan solitarias como esta playa. «Depende», diría con su sorna gallega el inspector Leo Caldas. Lo conocí en Ojos de agua, cuando investigaba su primer caso. Me reencontré con él años más tarde en La playa de los ahogados, la novela que me había dedicado Domingo Villar.

Paseando anoche por el adoquinado de la calle del Príncipe, me vino a la memoria lo primero que hice cuando me bajé del tren en la estación de Malmoe. Miré desde la esquina de la oficina de turismo, para saber si el depresivo inspector Kurt Wallander, podía ver a su exmujer entrando en el Hotel Savoy. El hotel estaba exactamente donde Henning Mankel había escrito que estaba. Recuerdo que, en aquel momento, pensé en cuántas cosas ridículas hacemos por amor, o algo parecido. El aguanieve convertía el pavimento del centro de Malmoe en una pista de patinaje. En eso se parece a Edimburgo. La lluvia deja el empedrado de la Ciudad Vieja brillante y escurridizo. En sus callejones hay fantasmas. Solo en Edimburgo podía haber nacido mister Hyde. Quizás por eso, el inspector John Rebus vive atormentado.

La brisa es suave y el ruido de las olas es apenas un susurro en esta playa cercana a Vigo. «¿Me habré convertido en un mitómano?», me interrogo de pronto. «¿Son todos estos policías de ficción mi mister Hyde?». Saco el móvil y consulto el diccionario:  «mitomanía. f.  2. Tendencia a mitificar o a admirar exageradamente a personas o cosas».

El inspector Caldas con mascarilla se planta delante mí, y me suelta: «Hazme un favor: vete al carallo».

Abro La playa de los ahogados y leo la dedicatoria que Domingo Villar me escribió diez años atrás: «Cuando la vida te ahogue que siempre encuentres una playa tranquila en la que descansar». Paso la página y es como si me hubieran pegado un tiro a bocajarro: «Ahogar. 1. Quitar la vida, impidiendo la respiración. 3. Hacer sentir angustia, congoja o tristeza a una persona. 5. Extinguir, apagar».

Mi padre se apagó en un hospital, ahogado en soledad, durante el confinamiento.

Leo Caldas me obsequiaría con un cigarrillo.

La mascarilla de Margarita del Valle/ Relato

 

Margarita del Valle ha muerto. Sola.

Sus cenizas están en una urna, dentro de una bolsa roja. En otra bolsa, sellada, dentro de otras dos, una auxiliar me ha entregado sus pertenencias. Una mascarilla cubría la cara de la mujer hasta los ojos. Iba forrada con un mono blanco, como los forenses de las series que le gustaban a Margarita del Valle.

—Siempre quise ser abogada, pero ser la hija de un guardia civil no daba para irse a estudiar a Madrid—me dijo.

La mujer ha bajado la mirada al darme las bolsas. «En un mundo de mascarillas, solo los ojos podrán expresar sentimientos», pienso mientras guardo en el maletero las bolsas. Ropa, un teléfono y la biografía de Isabel I, ha escrito alguien en un papel con el membrete de la residencia. La serie de televisión de la Reina de Castilla era una de sus favoritas.

—En el Castillo de la Mota he pasado yo muchos veranos— me dijo una tarde Margarita del Valle mientras veíamos la serie de aquella mujer que cambió el mundo. Era finales de julio. El sol rebotaba en una pared blanca y su luz inclemente traspasaba las cortinas transparentes del ventanal del salón.  Margarita del Valle se puso unas gafas de sol y continuó limándose las uñas. «Tenían forma de almendra, como las de Madame Bovary», recuerdo que pensé en aquel momento.

¿Tuvo Margarita del Valle algún amante?, me pregunto y conecto el aire acondicionado del coche. El aire fresco que invade el habitáculo hace que evoque el portal  de la casa donde nací y viví hasta los siete años. Siempre en penumbra, rectangular, con un techo muy alto del que colgaba un farol como los que había en la proa del barco de El Capitán Trueno; la única luz que le llegaba era la de una ventana al final de la escalera que conducía hasta mi casa, en el primer piso.  En los calurosos meses del verano mesetario,  yo solía juguetear a la sombra en un patio empedrado de paredes encaladas, rodeado de flores. A media mañana  sonaban tres golpes en el llamador de la puerta, seguidos de un grito: «¡Cartero!» Yo corría desde el patio hasta el portal, y me invadía el frescor de los lugares donde nunca llega el sol, me paraba, y luego abría la puerta, recogía las cartas y las repartía a los vecinos. 

Recuerdo que siendo yo un niño recogía una postal que venía de Italia, firmada por un tal Gi-or-gio.

En una estantería de la casa de Margarita del Valle hay dos diccionarios de italiano, una gramática, y unos cuadernos forrados con flores de lis, en los que se había ejercitado con las conjugaciones de los verbos. Io sono, tu sei, lui/ lei… Su letra se extendía hacía los lados y hacía abajo: los palos de las efes y de las pes eran largos y delgados, abiertos a la derecha, y que con el paso de los años —y ella se fue encorvando— se habían ido haciendo más temblorosos y alargados, como si fueran los dedos de las manos de las figuras de los cuadros del Greco.

En las últimas navidades, Margarita le pidió a mi hermana que buscara a Giorgio, un cardiólogo de Pisa. No recordaba nada más. Nadie respondió a los mensajes de Facebook que mi hermana envió.

«Tiene que desinfectar esos objetos», me ha dicho la mujer, a través de la mascarilla azul. No solo los ojos; también la voz, me digo. Me pareció que tenía el mismo acento que la camarera que le servía el desayuno. Desde que se había jubilado, Margarita del Valle desayunaba todos los días en la misma mesa del mismo hotel: café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de fresa o de melocotón. En invierno se ponía su abrigo de visón y un sombrero de fieltro marrón, y en verano, pantalones blancos de lino que combinaba con camisas sueltas de colores. El sombrero se lo había comprado en París; yo estaba con ella. Fue mi primer viaje al extranjero: entonces yo era imberbe y ella había recorrido medio mundo.

¡Volare, oh, oh…! El sonido de la melodía, que suena a mi espalda, hace que pise de golpe el freno y gire la cabeza. ¡Cantare, oh, oh, oh…! Y la melodía se extingue, arrastrando un último ¡oh! La batería se ha terminado, pienso. Volare, el tono de llamada de su teléfono.  Morir en soledad es cruel.

«Tengo noventa euros en el bolsillo y te invito a un café», decía el mensaje que recibí por wasap a finales de agosto pasado. Venía acompañada de una foto de Margarita del Valle con sus pantalones blancos y una camisa azul con flores rosas y blancas. Su noventa cumpleaños.

—El secreto de un buen café es la mescolanza— me dijo.

—¿Cómo se te ocurrió llamarte Margarita del Valle?— le pregunté a bocajarro. Dobló el papel del azucarillo, movió los ojos, y me dijo que todo había comenzado en el Castillo de La Mota, lugar de reunión los veranos de las chicas de la Sección Femenina, en los que coincidía con muchas niñas bien de Madrid.

Sonrío coqueta y me dijo:

— Yo tenía éxito entre los hermanos de aquellas chicas; que, aunque nunca me he maquillado, he sido bien guapa y mis piernas causaban furor— Y me mostró una foto que llevaba en su teléfono.  Se la veía apoyada en la barandilla de la playa de la Concha con pantalones cortos.

— Muy cortos, para mediados de los sesenta, ya lo sé—apostilló, adivinando mis pensamientos.— Hizo una breve pausa y continuó—: Aquellos chicos estudiaban ingenierías o eran tenientes de las academias militares, y yo era solo una maestra. En el primer pueblo al que fui a dar clases, los niños no levantaban la mano para preguntar; lo hacían para pedir permiso para ir a dar de comer a los cerdos o a las gallinas—Y siguió doblando, como si fuera un abanico, el papel del sobrecito de azúcar.

No me atreví a interrumpir su relato.

—Nací en Fernancaballero, que es un pseudónimo, y se me ocurrió ponerme otro nombre—continuó—. Y si el tenientito o el ingeniero querían ir más lejos, pues Margarita del Valle se evaporaba—dijo, moviendo sus grandes pestañas.

«Hace sesenta años, Margarita del Valle ya usaba mascarilla», pensé,

— ¿Y Giorgio?— recuerdo que le pregunté.

Como si fuera una pregunta que llevaba esperando contestar toda su vida, dijo:

—Giorgio, querido sobrino, era italiano.

 

Señales/ Relato

 

— No creerás que voy a contestar —dice, mirando el bolso en cuyo interior ha comenzado a sonar el teléfono. La luz del semáforo cambia de verde a rojo. Julia detiene el coche. Su casa aparece reflejada en el retrovisor. ¿Cuántas veces se ha parado ante este semáforo? ¿Cuántas veces lo ha cruzado en verde? Imposible contarlas después de veinte años. Tampoco recuerda si la imagen de su casa se había quedado alguna vez enmarcada en el espejo así, como si fuera la fotografía del anuncio de una inmobiliaria.

Enciende la radio y sintoniza una emisora musical.

El todoterreno que se ha parado detrás le quita la visión de la casa. Julia acerca la cara al espejo y se pasa los dedos por el nacimiento del pelo: una cana, dos, tres… El conductor del todoterreno da un bocinazo largo y gesticula con las manos. Julia arranca con tranquilidad y gira hacia la avenida en uno de cuyos laterales está el paseo al que traía a jugar a sus dos hijas cuando eran pequeñas.

El teléfono suena de nuevo.

—Ahora soy yo quien decide —Y lo ratifica, golpeando el volante con la palma de la mano. La canción que ha comenzado a sonar en la radio, estaba de moda el año en que conoció a Adolfo. Él le decía lo guapa, lo cariñosa y lo inteligente que era, y ella cuánto lo amaba. Él había ascendido a director de una multinacional. Ella daba clases a niños pequeños, su gran pasión. Él la llamaba desde cualquier lugar del mundo donde estuviera. «No puedo pasar ni un solo día sin escuchar tu voz», recuerda haberle confesado ella una madrugada en la que la llamó desde Estados Unidos.

Sube el volumen de la música y tararea el estribillo de la canción. Acompaña la música deslizando los dedos sobre el volante.

La mayor nació al año y medio de estar casados. La idea de formar una familia les gustaba a ambos. Decidieron que ella dejaría su trabajo durante dos años para cuidar de la niña. Julia seguía queriendo a Adolfo; él le enviaba flores sin motivo, la sorprendía con regalos e inolvidables vacaciones; ella le acompañaba a las fiestas y convenciones de la empresa. «Pero yo me siento triste», había confesado Julia a una de sus amigas. Cuando nació su segunda hija, decidieron posponer de nuevo su vuelta al trabajo.

—¡Qué insistente eres cuando se trata de ti! —dice señalando con el dedo el teléfono que ha vuelto a sonar. Echa su chaqueta sobre el bolso.

Aprovecha que al final del paseo hay una señal de stop para encender un cigarrillo. Sale a la carretera. Baja el volumen de la radio. Le ha parecido oír una sirena. Mira por el espejo y ve las luces de una ambulancia a lo lejos. La crisis llegó a la empresa de Adolfo sin avisar; perdió su trabajo. No lo encontró, sin embargo, a la misma velocidad con la que la ambulancia comienza a sortear vehículos, invadiendo el carril izquierdo. Julia aminora la velocidad y la vigila por el retrovisor del parabrisas. Después de varios meses de búsqueda, Adolfo pudo recolocarse, pero el sueldo no les permitía llegar con holgura a fin de mes. Tampoco a ella le fue fácil; después de varios años fuera del mercado laboral, tuvo que aceptar sustituciones y trabajos a tiempo parcial, que molestaban a Adolfo, porque que tenía que preparar la cena y atender a las niñas.

La ambulancia —cada vez más cercana— se ha enmarcado completamente en el retrovisor lateral. Y en ese momento, Julia recuerda la imagen de su casa reflejada en su retrovisor. «Los problemas con Adolfo no comenzaron cuando nació la mayor, fue al comprar la casa», piensa, echándose a la derecha y permitiendo que la ambulancia la adelante.

—Tengo que hablar con la niñas —dice—. Tienen que aprender a ver las señales.

Da una calada al cigarrillo. Recuerda que la casa le gustaba a los dos. Estaba muy cerca de la empresa de Adolfo, pero a una hora del trabajo de ella. Una vez perdida esta batalla, intentó convencer a su marido de que el precio era excesivo. Pero él dijo que no y fue que no. Piensa ahora que aquella decisión de aceptar había marcado el rumbo de su matrimonio. Aquella primera decisión, un instante fugaz comparado con veinte años de matrimonio, pero suficiente para que Adolfo creyera que ceder era una claudicación. Ahora entiende con más claridad una conversación que había tenido con Adolfo hacía un mes y que la había dejado pasmada. Él estaba sentado al borde de la cama y ella se desmaquillaba.

—Llegas tarde, como siempre— dijo él

—No elijo mi horario.

—Has cambiado—insistió Adolfo.

—Siempre fui lo que tú quisiste que fuera. Ahora, simplemente, quiero ser yo—Y dejó que la suavidad del algodón le acariciara la mejilla.

Apaga el cigarrillo. Toma un frasquito y rocía la cabina del coche. El teléfono emite de nuevo su melodía.

—Ya habrás descubierto el armario vacío— dice Julia.

Apaga la radio. Pone el intermitente y aparca. Toma el teléfono, marca. Cuando el icono del teléfono pasa de rojo a verde, Julia sonríe y dice:

—Hola, cielo, ¿tienes hueco hoy? Necesito mechas.

 

 

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