A quien se atreva a leerme

Con el desafiante título de A quien se atreva a leerme, Eduardo Martíez Rico acaba de publicar su decimoséptimo libro, un recorrido por su carrera literaria en 82 relatos, escritos en diferentes épocas de su vida. «Es una antología, no una recopilación», afirma Martínez Rico.

A QUIEN SE ATREVA A LEERME, Eduardo Martínez Rico. Imágica Narrativa, 2023. 313 páginas.

 

Estos relatos están escritos a lo largo de veinte años. «He cambiado mucho desde que comencé a escribir. He tenido muchos estilos a lo largo de mi vida. Creo mucho en el estilo». Muchos de estos relatos son inéditos, otros han sido publicados en periódicos, revistas y blogs, y más recientemente en la revista literaria digital Zenda, donde Martínez Rico colabora habitualmente.

A quien se atreva a leerme se abre con el relato que da título al volumen (aquí puedes leerlo) y se cierra con el cuento El arco iris, escrito «en momentos oscuros de la pandemia».  Ambos relatos, con innegables tintes autobiográficos, son una reflexión sobre el oficio de escribir. En el títulado Personajes reales se hace lo propio sobre el personaje y la ficción. «Los escritores somos raros y sospechosos—dice Eduardo Martínez Rico—. Nos dedicamos a hacer pensar, a hacer soñar. Nos deberíamos dedicar a despertar a la gente.  Escribo porque quiero ser escritor, porque siempre he querido ser escritor».

El resto de cuentos van desde recuerdos, historias cotidianas e historias sobre el poder,  el deseo y la familia,  hasta textos oníricos que bordean el psicoanálisis.

Eduardo Marínez Rico (Docctor en Filolagía Hispánica) es un escritor prolífico. Entre otros libros, es autor de ocho novelas (tres de ellas históricas, dedicadas respectivamente a las figuras de Fernando el Católico, El Cid y Carlos V), una biografía (Pedro J. Tinta en las venas), tres libros de entrevistas  y tres ensayos, entre los que destaca La guerra de las galaxias. El mito renovado (Imágica, 2017), varias veces reeditado.

Madre e hija. La hija

RELATO

 

Madre e hija. La hija

Variación sobre el relato Felicidad clandestina de Clarice Lispector

Eres cruel, lo sabes. Como sabes que eres gorda, baja y pecosa. Por eso, eres vengativa: también lo sabes. Has elegido a una de ellas, a una de las monas y altas, de pecho chato, para ejercer tu venganza. No lo habías pensado hasta que ella se te puso a tiro: te pidió que le prestaras un libro; un libro que tú no has leído ni tienes intención de leer, un libro que está ahí, durmiente, en la estantería de tu casa. Porque si algo sobra en tu casa son libros. Y caramelos. Sí, esos que te gusta colocarte en los bolsillos superiores de tu blusa para que parezca que tu pecho es más grande, y no sabes si lo que miran con más envidia es tu pecho o tus caramelos.

Te divierte —secretamente— que esa chica de cabello libre, que no es como el tuyo, aparezca cada mañana en la puerta de tu casa para que le prestes el libro que sueña con leer. Pero tú le mientes, le dices que ya lo has prestado, y que aún no te lo han devuelto. Le echas la culpa a otra niña, como si contigo no fuera la cosa. Le mientes solo por el placer que te produce ver cómo su cara pierde el color y desaparece su sonrisa, y cómo, en sus ojos, han aparecido las ojeras. No te escondes: abres la puerta y te enfrentas a ella. Pero no lo haces por valentía, lo haces por crueldad, por venganza, por envidia, por soberbia. Todo eso lo sabes, pero te da igual. Quieres que vuelva al día siguiente, para mentirle de nuevo, y así ejercer sobre ella el poder que te otorga saber que tú tienes algo que ella desea vehementemente. Cuando se va, cierras la puerta y es entonces cuando tu rostro imperturbable, cambia: subes riéndote a tu cuarto para verla desde la ventana. «¿Por qué salta?», te preguntas. Tú no saltas así. Por esa forma de caminar, sabes que regresará al día siguiente, porque su deseo de leer ese libro es más grande que sentir que cada visita a tu casa es un fracaso. Y eso ha comenzado a molestarte: te disgusta que sea tenaz, que nunca te insulte, que no se enfade. Un pensamiento fugaz que tratas de ocultar cuando le dices, igual que ayer, que regrese mañana.

Madre e hija. La madre

Madre e hija. La madre

RELATO

 

Madre e hija. La madre

Variación sobre el relato Felicidad clandestina de Clarice Lispector

Humillada y avergonzada. Así me sentía frente a aquella niña rubia plantada en la puerta de mi casa, que me miraba con ojos interrogantes, en los que habían aflorado algunas ojeras. Desde hacía algunos días me había preguntado qué hacía esa niña rubia todas las mañana en la puerta de mi casa. ¿De qué hablaban mi hija y ella? ¿Acaso compartían un secreto? A su edad yo compartía secretos con otra niña del colegio. «Eso no está bien», me decía cada vez que pensaba en escucharlas detrás de la puerta. ¿Por qué mi hija no invita a esa niña rubia a entrar? Nunca me dijo que tuviera una amiga. Tal vez ese sea el secreto y cualquier día las veo jugando a las dos. Las madres somos doblemente curiosas: por madres y por mujeres. La curiosidad no es espiar. No, no y no. Un juego, seguro que es un juego. Juegan a pasarse mensajes. ¿Pero qué mensajes y de quién? Soy su madre y ella es solo una niña, aunque tenga un busto enorme para su edad, que le hace parecer mayor. Es igual a mí, también me desarrollé pronto. Las otras niñas se burlaban ferozmente: sufrí mucho. Me salieron ojeras. Creo —o quiero creer— que esa fue la razón por la que me decidí espiar detrás de la puerta. No tenían por qué saberlo. Lo que escuché, sin embargo, me obligó a salir del escondite: mi hija —impertérrita—mentía como nunca pensé que pudiera hacerlo. A la vergüenza y la humillación se añadió la tristeza: qué crueldad en una niña tan pequeña. Pero, al mismo tiempo, el instinto me decía que me pusiera de parte de mi hija. Pero si lo hacía, ¿en qué se convertiría, pasados los años, esa crueldad infantil que acababa de descubrir? Me recobré y defendí a mi hija: la defendí de sí misma, de su crueldad. Le ordené que prestara el libro. A la niña rubia le dije que podía quedarse con el libro el tiempo que quisiera. Supe que la decisión que había tomado era la mejor para mi hija cuando vi que la niña rubia se iba sin dar saltitos: caminaba despacio, abrazada al libro. Cuando se le pase la rabieta, confío en que mi hija también lo sabrá.

Madre e hija. La hija

 

 

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