Confinamiento, lectura y las voces del horror

Para Eduardo Martínez Rico.

 

No he leído ni un solo libro durante el confinamiento. No podía. Lo intenté varias veces. Ni me concentraba ni conseguía retener lo leído, y tenía que volver, una y otra vez, a la página anterior. Desistí. Eso sí, de leer noticias me he hartado, sobre todo los primeros días. Hacia la tercera semana de encierro, decidí que mi dieta informativa consistiría en un recorrido matutino por los titulares de los periódicos y continuar escuchando la radio. No quería (no podía) vivir ajeno a lo que ocurría extramuros de mi casa.

Las mágicas ondas de la radio traspasaron esas paredes. Colaron en mi comedor, en la cocina, en el dormitorio, las voces del horror: parados; familias hambrientas; hijos que no habían podido despedirse de sus padres ancianos, agonizantes en soledad; empresarios arruinados; médicos y enfermeras desbordados y contagiados, muertos; políticos canallas y mentirosos.

No podía leer porque la realidad me estaba absorbiendo. Mi voluntad era leer, pero las poderosas emociones que estaba viviendo me lo impedían, desviaban mi atención. Por eso no conseguía poner el foco en la lectura. Recordé haber escuchado al escritor griego Petros Márkaris —el padre literario del magnífico teniente Jaritos— decir en una conferencia que él no podía escribir sobre las oleadas de refugiados que en aquellos días llegaban a las islas griegas, hasta pasado un tiempo. Necesito alejarme emocionalmente, dijo el gran narrador de la Grecia moderna.

Y si para escribir hay que alejarse de las emociones —tampoco he escrito nada—, lo mismo creo que puede decirse del acto de leer. Los humanos no nacimos para leer; hemos tenido que aprender. Miles de años de evolución. Leer —a diferencia de escuchar la radio—requiere atención plena. Atención para desvincularnos de lo que estemos haciendo; atención para centrarnos en las palabras de un libro; y, finalmente, atención para entrar en acción: leer. Emocionalmente, el confinamiento ha sido para mí una brutal montaña rusa. Por eso no podía leer: no conseguía librarme del horror.

Le conté a un amigo, el escritor Eduardo Martínez Rico, lo que me pasaba. Lo siento mucho, me dijo con tono grave. A los pocos días, escribió en su blog de Zenda que los libros son la solución. Subscribo, de la cruz a la raya, lo que en aquel artículo decía. Tiene razón Eduardo y yo sé que la tiene, los libros son la solución: para encontrar remedios a nuestros males, para divertirnos, para enseñarnos a vivir. Y por eso me dijo que lo sentía; no podía decirme ninguna otra cosa. Es lo mismo que yo hubiera contestado a quien me hubiera contado que su novia se había fugado con su mejor amigo.

La realidad ha sucedido antes en los libros, escribía también Eduardo. Es verdad. Pero, ¿qué es realidad? ¿Es más fuerte la realidad que la ficción? La realidad no existe. Cada uno de nosotros la percibimos de manera diferente. ¿Cómo la percibía yo? Las voces del horror,  me golpeaban, como el «ploc» constante de la gota de agua del aljibe que escuchaba el teniente Giovanni Drogo, en la oscuridad de su cuarto, aislado en la Fortaleza. El «ploc» impedía dormir al teniente Drogo. Y no tenía un libro para aguantar su soledad. Así lo cuenta Dino Buzzati en El desierto de los tártaros.

La Fortaleza era el último bastión defensivo frente a un desierto que ningún enemigo había cruzado nunca, una «frontera muerta». Y eso es lo que yo veía desde mi ventana —mi frontera muerta—: un desierto tártaro por el que, montado en cada aliento, cabalgaba un enemigo invisible. Un enemigo sin estrategia, sin armas, pero letal. Un enemigo agazapado, mudo, que —pensaba el teniente Drogo de los tártaros que nunca vio— esperaba la oscuridad para atacar.

Yo, a diferencia de  Giovanni Drogo, sí tenía libros. Muchos. Me miraban —silentes— desde los anaqueles blancos, desde la mesilla auxiliar, junto a mi sillón de lectura; soy incapaz de leer en la cama. Quería alargar la mano y abrirlos. Pero no podía. Tenía pesadillas en la que quería huir, pero no podía moverme. Milagrosamente, me despertaba angustiado, sudando.

Y de la misma manera asombrosa en que me despertaba de aquellas pesadillas atormentadas, me descubrí leyendo. De corrido. La radio había dicho esa mañana que era el día cuarenta y uno del confinamiento. Una cuarentena.

 

La mascarilla de Margarita del Valle/ Relato

 

Margarita del Valle ha muerto. Sola.

Sus cenizas están en una urna, dentro de una bolsa roja. En otra bolsa, sellada, dentro de otras dos, una auxiliar me ha entregado sus pertenencias. Una mascarilla cubría la cara de la mujer hasta los ojos. Iba forrada con un mono blanco, como los forenses de las series que le gustaban a Margarita del Valle.

—Siempre quise ser abogada, pero ser la hija de un guardia civil no daba para irse a estudiar a Madrid—me dijo.

La mujer ha bajado la mirada al darme las bolsas. «En un mundo de mascarillas, solo los ojos podrán expresar sentimientos», pienso mientras guardo en el maletero las bolsas. Ropa, un teléfono y la biografía de Isabel I, ha escrito alguien en un papel con el membrete de la residencia. La serie de televisión de la Reina de Castilla era una de sus favoritas.

—En el Castillo de la Mota he pasado yo muchos veranos— me dijo una tarde Margarita del Valle mientras veíamos la serie de aquella mujer que cambió el mundo. Era finales de julio. El sol rebotaba en una pared blanca y su luz inclemente traspasaba las cortinas transparentes del ventanal del salón.  Margarita del Valle se puso unas gafas de sol y continuó limándose las uñas. «Tenían forma de almendra, como las de Madame Bovary», recuerdo que pensé en aquel momento.

¿Tuvo Margarita del Valle algún amante?, me pregunto y conecto el aire acondicionado del coche. El aire fresco que invade el habitáculo hace que evoque el portal  de la casa donde nací y viví hasta los siete años. Siempre en penumbra, rectangular, con un techo muy alto del que colgaba un farol como los que había en la proa del barco de El Capitán Trueno; la única luz que le llegaba era la de una ventana al final de la escalera que conducía hasta mi casa, en el primer piso.  En los calurosos meses del verano mesetario,  yo solía juguetear a la sombra en un patio empedrado de paredes encaladas, rodeado de flores. A media mañana  sonaban tres golpes en el llamador de la puerta, seguidos de un grito: «¡Cartero!» Yo corría desde el patio hasta el portal, y me invadía el frescor de los lugares donde nunca llega el sol, me paraba, y luego abría la puerta, recogía las cartas y las repartía a los vecinos. 

Recuerdo que siendo yo un niño recogía una postal que venía de Italia, firmada por un tal Gi-or-gio.

En una estantería de la casa de Margarita del Valle hay dos diccionarios de italiano, una gramática, y unos cuadernos forrados con flores de lis, en los que se había ejercitado con las conjugaciones de los verbos. Io sono, tu sei, lui/ lei… Su letra se extendía hacía los lados y hacía abajo: los palos de las efes y de las pes eran largos y delgados, abiertos a la derecha, y que con el paso de los años —y ella se fue encorvando— se habían ido haciendo más temblorosos y alargados, como si fueran los dedos de las manos de las figuras de los cuadros del Greco.

En las últimas navidades, Margarita le pidió a mi hermana que buscara a Giorgio, un cardiólogo de Pisa. No recordaba nada más. Nadie respondió a los mensajes de Facebook que mi hermana envió.

«Tiene que desinfectar esos objetos», me ha dicho la mujer, a través de la mascarilla azul. No solo los ojos; también la voz, me digo. Me pareció que tenía el mismo acento que la camarera que le servía el desayuno. Desde que se había jubilado, Margarita del Valle desayunaba todos los días en la misma mesa del mismo hotel: café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de fresa o de melocotón. En invierno se ponía su abrigo de visón y un sombrero de fieltro marrón, y en verano, pantalones blancos de lino que combinaba con camisas sueltas de colores. El sombrero se lo había comprado en París; yo estaba con ella. Fue mi primer viaje al extranjero: entonces yo era imberbe y ella había recorrido medio mundo.

¡Volare, oh, oh…! El sonido de la melodía, que suena a mi espalda, hace que pise de golpe el freno y gire la cabeza. ¡Cantare, oh, oh, oh…! Y la melodía se extingue, arrastrando un último ¡oh! La batería se ha terminado, pienso. Volare, el tono de llamada de su teléfono.  Morir en soledad es cruel.

«Tengo noventa euros en el bolsillo y te invito a un café», decía el mensaje que recibí por wasap a finales de agosto pasado. Venía acompañada de una foto de Margarita del Valle con sus pantalones blancos y una camisa azul con flores rosas y blancas. Su noventa cumpleaños.

—El secreto de un buen café es la mescolanza— me dijo.

—¿Cómo se te ocurrió llamarte Margarita del Valle?— le pregunté a bocajarro. Dobló el papel del azucarillo, movió los ojos, y me dijo que todo había comenzado en el Castillo de La Mota, lugar de reunión los veranos de las chicas de la Sección Femenina, en los que coincidía con muchas niñas bien de Madrid.

Sonrío coqueta y me dijo:

— Yo tenía éxito entre los hermanos de aquellas chicas; que, aunque nunca me he maquillado, he sido bien guapa y mis piernas causaban furor— Y me mostró una foto que llevaba en su teléfono.  Se la veía apoyada en la barandilla de la playa de la Concha con pantalones cortos.

— Muy cortos, para mediados de los sesenta, ya lo sé—apostilló, adivinando mis pensamientos.— Hizo una breve pausa y continuó—: Aquellos chicos estudiaban ingenierías o eran tenientes de las academias militares, y yo era solo una maestra. En el primer pueblo al que fui a dar clases, los niños no levantaban la mano para preguntar; lo hacían para pedir permiso para ir a dar de comer a los cerdos o a las gallinas—Y siguió doblando, como si fuera un abanico, el papel del sobrecito de azúcar.

No me atreví a interrumpir su relato.

—Nací en Fernancaballero, que es un pseudónimo, y se me ocurrió ponerme otro nombre—continuó—. Y si el tenientito o el ingeniero querían ir más lejos, pues Margarita del Valle se evaporaba—dijo, moviendo sus grandes pestañas.

«Hace sesenta años, Margarita del Valle ya usaba mascarilla», pensé,

— ¿Y Giorgio?— recuerdo que le pregunté.

Como si fuera una pregunta que llevaba esperando contestar toda su vida, dijo:

—Giorgio, querido sobrino, era italiano.

 

Autoestima, seguridad, poder personal y teletrabajo

 

¿Cómo afecta a nuestra autoestima el uso de dispositivos móviles? ¿Y a la confianza? ¿Qué le ocurre a nuestra asertividad? ¿Y a la productividad y la eficiencia? ¿Cómo se resiente nuestra salud? Y todo ello afecta a nuestra Marca Personal.

autoestima, seguridad, poder personal y pantallas, japonesa con un teléfono móvil

Todo los aspectos antes mencionados están relacionados —según  Amy Cuddy, psicóloga social en la Escuelas de Negocios de Harvard—, con una cualidad a la que  llama presencia. Y está relacionada con nuestro poder personal. Afecta, por tanto, muy directamente a nuestra Marca Personal.

La presencia es el estado de ser conscientes de nuestros verdaderos pensamientos, sentimientos, valores y potencial y se capaces de expresarlos y sintiéndonos a gusto


 

En los días de confinamiento hemos incrementado el uso de dispositivos móviles. Desde el teletrabajo y el uso de la videoconferencia, hasta la visión de series, películas y espectáculos gratuitos, y consumo de videojuegos, pasando por la lectura y respuesta de multitud de mensajes.

Y una dato más: desde que se inició la cuarentena ha aumentado en España el consumo de lectura en dispositivos digitales.

Por un lado, conviene pensar que, después del confinamiento, el teletrabajo ha venido muy probablemente para quedarse.  Los últimos datos apuntan a que 4 millones de españoles has estado (o están) teletrabajando.

Y por otro, que volveremos a tener entrevistas de trabajo o con otras personas, y volver a viajar en transporte público, siempre que se autorice. O sea, usaremos los dispositivos móviles en los tiempos espera y/o durante el viaje.

¿Somos conscientes de la postura que adoptamos cuando usamos el teléfono móvil o la tableta durante un periodo prolongado de tiempo?

Autoestima, confianza y poder personal. La presencia

 

Amy Cuddy llama a la posición que adoptamos cuando pasamos horas seguidas inclinados mirando el móvil, la tableta y el portátil, la «iPostura». De ella habla en su libro El poder de la presencia.

Además de provocarnos dolores de cuello y espalda, y dolores de cabeza, la «iPostura» afecta a nuestra autoestima y confianza, dice Amy Cuddy. Y a nuestra asertividad, a la productividad y a la eficiencia. Porque son posturas que nos hacen perder poder.

Los estudios que Amy Cuddy ha realizado confirman que cuánto más tiempo pasamos en posturas encogidas e introvertidas, más sin poder nos sentimos.

Y llega a una conclusión.

Cuánto más pequeños son los dispositivos que usemos (teléfonos, tabletas, videoconsolas, portátil, ordenador), incluso durante cortos espacios de tiempo, más contraemos el cuerpo para usarlos. En consecuencia, menos poder tenemos.

autoestima y posturas corporales, maquetas de cuerpos humanos

Prepárate y adopta posturas de poder

 

A continuación te ofrezco algunos de los sencillos consejos —al alcance de cualquiera, por tanto— que Amy Cuddy ofrece en el libro El poder de la presencia.

 — Postura preparatoria. Prepararse para adoptar posturas de poder es optimizar nuestro cerebro para que esté presente al cien por cien.

 «Cabeza erguida, pecho fuera, hombros atrás y los hombros cayendo a lo largo del cuerpo», canta un coro infantil en el primer acto de la ópera Carmen, imitando a la tropa que hace el cambio de guardia. O sea, la «posición de firmes» de los soldados. El famoso «ponte derecho» de nuestras madres y abuelas.

Y recuerda que respirar con lentitud y profundidad te tranquiliza.

— Posturas Generales. Las posturas de poder son expansivas (el cuerpo ocupa un lugar considerable) y abiertas (brazos y piernas están separados del cuerpo). Nos proporcionan autoestima, confianza y seguridad en nosotros mismos. En su charla TED, Amy Cuddy hizo famosa la postura Super Woman.

autoestima, Amy Cuddy y super woman

— Delante de una pantalla.

          • Hazte consciente al instante de que empiezas a achicharte , a hundirte, adoptando una postura delante de la pantalla de «iJoroba».
          • Pon una alarma en el móvil para recordarte que tienes que prestan atención a la postura.
          • Coloca pósits sobre la pantalla del ordenador para avisarte o recurre a familiares ( si estás en casa) o compañeros de trabajo, para que te avisen de que te estás encorvando.
          • Si estás en casa, por ejemplo, cepíllate los dientes apoyando un brazo en la cadera, igual que si estás cocinando. Si estás en el trabajo, sal a un descansillo o ve al cuarto de baño, y adopta posturas de poder.

El cuerpo influye en la mente y la mente influye en la conducta. Pero el cuerpo también se dirige a sí mismo.

— AMY CUDDY

 


 

— Ante una entrevista de trabajo o una cita.

          • Aprovecha en publico los espacios privados como ascensor, lavabos o rellanos para adoptar posturas de poder.
          • No te sientes en las salas de espera, encorvado sobre el móvil. Camina un poco. Si no puedes adoptar una postura de poder, visualízala.
          • Si no te queda mas remedio que estar sentado, rodea con los brazos el respaldo y agárrete las manos por detrás. Así enderezas la espalda y abres el pecho.

Autoestima y Marca Personal

 

Cuando nos sentimos poderosos y seguros, nuestros pensamientos fluyen, nos sube la autoestima. Y eso se nota en nuestra voz. Nos hace parecer más expresivos y relajados. Y eso, los demás lo notan. Como notan exactamente lo contrario. Y es entonces cuando nuestra Marca Personal está en juego.

¿Qué te impide ponerlo en práctica?

 

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Descarga en   la reseña de El poder de la presencia, que publiqué en la revista Registradores

 

 

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