Alejandría, el corazón de la nostalgia

Primer artículo de una series de tres, en los que se relatan un viaje sentimental a Alejandría (Egipto), de la mano de Mimmí, una vieja dama alejandrina de carácter, que añora el pasado esplendoroso y cosmopolita de la ciudad de Cleopatra y Marco Antonio.

Corazón de la nostalgia

Mimmí se ha enfadado.

Me toma del brazo y me indica que entremos en la Patisserie Dèlices, una pastelería de 1922, en un lateral de la plaza  Saad Zaghloul Square, en el corazón mismo de Alejandría. Los pasteles de Dèlices son pequeños y muy dulces, adornados con frutas, densos como mazapán. Pruebo un helado de dátil y melón. Esta plaza puede tomarse como punto de inicio de varios recorridos a pie. Alejandría hay que caminársela. Desde Saad Zaghoul se llega fácilmente a muchos de los lugares que nos permiten comprender esta fascinante ciudad.

A Mimmí le ha irritado que el conductor de una calesa que espera frente al Hotel Cecil, donde me alojo le haya exhalado una bocanada de humo en sus narices.

– Se fuma mucho en Egipto– dice Mimmí y da un sorbo a su capuccino.

Esta pastelería es un clásico en Alejandría. Nadie lo diría a la vista de los modernos expositores. Hay que armase de paciencia si quieres una mezcla variada de pasteles: los pesan según el precio. En la parte trasera, las aspas de los ventiladores incorporados a las lámparas colgadas de un techo muy alto, giran lentamente sobre las mesas de mármol y patas metálicas, semejantes a las de las antiguas máquinas de coser. Son los únicos elementos que remiten al pasado centenario de esta pastelería.

El cambio experimentado por Dèlices bien puede ser la metáfora que explique la transformación que ha sufrido esta ciudad que fue la soñada metrópolis de Alejandro el Magno, la que envolvió el apasionado idilio de Cleopatra y Marco Antonio,  la «cosmopolita» de Kavafis, Lawrence Durrell o E.M. Foster. Alejandría es también la ciudad donde nació,  vivió y murió Hipatia, «la filósofa egipcia» o «la sabia egipcia», como se refieren a ella algunos historiadores clásicos.

Hoy, Alejandría se acerca más a lo que  Naguib Mahfud  dice en Miramar, la novela que transcurre en una pensión regentada por una vieja dama que vivió tiempos mejores:

Alejandría, corazón de la nostalgia, empapada de miel y lágrimas.– Naguib Mahfud

Mimmí, hija de un almirante de la Armada egipcia, se duele de esta decadencia. Estudió en Inglaterra y Suiza. Contesta su teléfono móvil en varios idiomas y viste a la europea.

De aquel cosmopolitismo de Alejandría quedan pocos restos hoy, como tampoco quedan demasiados vestigios de la huella de griegos, romanos, judíos y cristianos. Y los que han logrado sobrevivir están diseminados y en el Museo Greco-Romano. Se intenta recuperar la más cercana en el tiempo presencia colonial europea (las calles son rue, y square las plazas).

– Los griegos no comían nunca en el mismo plato, los rompían. Por eso los alejandrinos rompemos platos en Año Nuevo, en recuerdo de nuestros antepasados– me cuenta Mimmí.  Y añade–: Platos rotos en árabe es «El- Shuqafa».

Las catacumbas de Kom El- Shuqafa, un lugar de enterramientos, a las que se accede por una sinuosa escalera de caracol. Una concentración única en diferentes salas –débilmente iluminadas por una bombilla– de cultura egipcia y griega (medusas y discos solares  en paredes y tumbas), y romana (los triclinium junto a los nichos).

Alejandría en el recuerdo

Por encima de unos árboles de los que cuelgan botijas y unos cántaros, delante del escaparate de un alfarero, se alza el capitel de la imponente columna de Pompeyo. Entre el tráfico, avanza a duras penas un cortejo fúnebre. En una furgoneta blanca con medias lunas rojas pintadas, envuelto en un sudario blanco, va el difunto, flanqueado por hombres. Sólo hombres van detrás.

A los pies de ma columna de granito rosa hay una esfinge. Domina las ruinas de lo que fue el Serapeo, el templo dedicado a Serapis, una fusión de dioses  griegos y egipcios.

Alejandria-columna

Hoteles como el Metropole, en Saad Zaghloul, y el Windsor, recientemente restaurados, recuerdan los momentos finales del modernismo europeo, influenciados por elementos arquitectónicos orientales. O el Cecil Hotel. O el casi intacto –desde 1928– Café Faroux y su elegante colección de lámparas y faroles de bronce de su terraza. En los cafés, los hombres juegan al ajedrez, al dominó o al backgammon. Leen el periódico y fuman sishas, pipas de agua de diferentes sabores, o la que mezcla tabaco y caña de azúcar. O la Sharia (avenida) Salah Salem donde está el Banco Nacional (un calco del romano Palacio Farnesio), con anticuarios, joyerías y atractivas pastelerías (Trianon, Athineos).

Paseando por Alejandría es patente la influencia islámica. Se escuchan los cantos del muecín, amplificados por los altavoces de los minaretes, erguidos sobre el perfil alejandrino. Muchas mujeres usan el nicab, que sólo les deja los ojos al descubierto. Guantes y bolso negros.

– Los niños, a la salida del colegio, conocen a sus madres por los zapatos– me susurra Mimmí.

Otras, sólo llevan el hiyab blanco. Son contadas las que no lo llevan. Las mujeres disponen, exclusivamente para ellas, de un vagón en el tranvía, el tercero. Instalados a finales del XIX, los tranvías son amarillos o azules. Los primeros se mueven por el centro de la calle y por un carril especial los segundos.

El viaje cuesta un cuarto de libra egipcia (1LE=0.13 €). Se ven hombres cogidos del brazo o de la mano. Se besan para saludarse, pero nunca con las mujeres.

SERIE DE ARTÍCULOS SOBRE ALEJANDRÍA

2ª Parte. Biblioteca de Alejandría
3ª Parte. Alejandría

¿Cómo te inspiras?

La inspiración es un acto fundamental en nuestras vidas. No solo porque cada vez que inspiramos tomemos el aire necesario para respirar. También necesitamos la inspiración para «infundir o hacer nacer en el ánimo o la mente afectos, ideas, designios», tal como dice el DRAE.

La película Invictus tiene decenas de escena inspiradoras. En una de ellas, Nelson Mandela (Morgan Freeman), recién elegido Presidente de Sudáfrica, conversa con François Pienaar (Matt Damon), capitán de los Springsboks, equipo nacional sudafricano de rugby. Le pregunta acerca de cuál es su filosofía a la hora de liderar. 

El poema al que se refería Nelson Mandela se titula Invictus, escrito por el poeta William Ernest Henley. Finaliza con estos dos versos:

Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma.

SUPERAR LAS EXPECTATIVAS

Exactamente igual que los Springsboks  en el Ellis Park de Johannesburgo. Fueron campeones del mundo de rugby en 1995, cuando nadie apostaba por ellos, venciendo a los todopoderosos All Blacks de Nueva Zelanda.

Para inspirarse e intimidar a sus adversarios, en los prolegómenos de los partidos, los neozelandeses ejecutan una Haka. Una ancestral danza tribal maorí. Los sudafricanos les opusieron Nkosi Sikelele Africa, cantado junto a miles de compatriotas.

Sobre el césped del Ellis Park de Johannesburgo no sólo se enfrentaron deportistas. Compitieron hombres que superaron sus expectativas, inspirados por la fuerza de las palabras que otros habían escrito, dos relatos míticos, los más motivadores para cualquier audiencia. El filósofo, historiador y ensayista estadounidense, Hayden White, afirmó:

Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca. 

DE MITOS Y HOMBRES

El mitólogo e historiador rumano Mircea Eliade, afirma en Mito y realidad (Editorial Labor, 1991), que el mito es una historia ejemplar. El diccionario de la Real Academia Española (DRAE) estima, además,  que esa historia «condensa alguna realidad humana de significación universal».

Se tiende a pensar que los mitos son historias pasadas de moda, ancladas a un pasado remoto, cuentos para niños. Sin embargo, el antropólogo Claude Lévi-Strauss coincide con Eliade en que una de las principales características de los mitos es su «intemporalidad». Muchos de los casos de éxito que se estudian en las escuelas de negocios son en realidad relatos míticos. ¿No se ha convertido el garaje de la familia de Steve Jobs en un mito? En aquel garaje se puso la semilla de Apple.

Vivimos rodeados de mitos y admiramos a personajes míticos, aunque muchas veces no somos conscientes de que lo hacemos. ¿No son acaso un mito contemporáneo la historia de Apple o la de Zara? ¿No condensan la humildad y el esfuerzo de Rafa Nadal una historia de significación universal? Una rueda de prensa de Vicente del Bosque se eleva por sí misma por encima de cualquier cháchara reinante en los medios de comunicación masivos, concitando inmediatamente nuestra atención, el bien más preciado en esta nueva realidad.

Y consiguen nuestra atención porque sus historias nos conmueven y nos persuaden, porque aportan sentido a nuestras vidas.

 

 

 

 

Nunca estoy solo con mi soledad

La escritora valenciana, María García- Lliberós, me comentó en la presentación de uno de sus libros, que una de las fuentes de inspiración de sus novelas eran «las conversaciones que escucho en el autobús». No estoy tan seguro de que esta novelista pueda hoy utilizar esa fuente de inspiraración.

Me permito emitir dos juicios:

  • En primer lugar, cada vez son menores la conversaciones entre la personas que van sentadas juntas en el autobús.
  • Y por otro lado, cada vez son mayores las conversaciones que se mantiene por internet o por teléfono móvil en los autobuses, y en los trenes. 

Este segundo juicio parece fundado. Si así no fuera, ¿por qué Renfe ha colocado un vagón silencioso en sus trenes de alta velocidad en los que está prohibido hablar por el teléfono móvil?

Vivimos en esta paradoja. En un mundo en el que han aumentado vertiginosamente los dispositivos para estar comunicados, el contacto personal ha disminuido. Cantaba  El último de la fila, que «cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana». Me atrevo a decir que, cuando la tecnología entra por la puerta, la atención hacia los que nos rodean salta por la ventana.

El psicólogo de la Universidad de Harvard, Daniel Goleman, llamó a esto «autismo social». Fue a mediados de los años 90 del siglo pasado. La tecnología de la que se disponía en aquellos años era un juego de niños comparada con la que hoy hay disponible en el mercado.

Poco después de las explosiones en los trenes en marzo de 2011, leí que muchos de los pasajeros se libraron de sufrir lesiones en el oído gracias a que iban protegidos por auriculares. La metáfora del caparazón de Goleman es absolutamente acertada.

La banda sonora de nuestra vida

Suelo viajar en transporte público. Ave y metro, y autobús. El metro tiene la ventaja de poder ver a las personas de frente. En el autobús, además, puedes ver como pasa la vida al otro lado del cristal. El pequeño – y temporal– mundo de un vagón de tren o de un autobús, está habitado por distintos micromundos. Uno por cada pasajero.  Cada vez es más frecuente ver a tus compañeros de viaje con los auriculares acoplados en la oreja.

Parece necesario ponerle banda sonora a nuestra diaria película.

– No sabes estar solo– me decía mi padre, cuando volvía del colegio y conectaba el equipo de música de mi cuarto.

– ¡Papá, qué cosas dices!– era mi invariable respuesta.

Pasado el tiempo, me he dado cuenta de que mi padre tenía razón. Bien sea con el equipo de música de entonces, o con los inevitables auriculares ahora, seguimos poniendo banda sonora a nuestros días.

Los auriculares crean un caparazón que provocan aislamiento social. Aunque si me pongo en la piel de quien los lleva, puedo imaginar que está en sintonía con su cantante favorito.  O que su corazón late al mismo ritmo que la batería de la canción que suena en su télefono.


Con nuestra soledad a cuestas

¿Qué hacemos si estamos solos un minuto? Echamos mano del teléfono, casi automáticamente. Es muy frecuente ver en esos viajes en los transportes públicos a personas mirando casi compulsivamente sus móviles. Y apagándolos, porque no hay mensaje alguno.

Escribo esta entrada en plenas vacaciones de Semana Santa. Ha aumentado, dicen las crónicas, el turismo interior. Muchas personas se desplazarán hasta una casa rural o a un pueblo perdido en la montaña. ¿Cuántos de los que se desplazan no habrán mostrado su disgusto porque la casa rural no disponga de televisor, o no haya cobertura en el pueblo elegido?

Nos cuesta sentirnos solos. Esa soledad nos coloca frente al espejo. Nos confronta con lo que no queremos. Y sentimos entonces la imperiosa necesidad de llenarla de contenidos.  Todos necesitamos afecto, es cierto. Pero, al final, siempre estamos solos. Nuestra decisiones las tomamos en soledad. Necesitamos la soledad. Hay otra, impuesta, la soledad no deseada. Esta nos destroza la autoestima y nos provoca, además, mucho dolor. Es una soledad aterradora.

Yo he sentido ambas. He aprendido a disfrutar de una y sufrido con la otra. Comenzó siendo una soledad no deseada, impuesta por mi timidez de adolescente. Traté de llenarla con libros y canciones.

Non, Je ne suis jamais seul avec ma solitude (No, yo nunca estoy solo con mi soledad). Georges Moustaki

El estribillo de esta canción, de Georges Moustaki, Ma solitude (Mi soledad), vino en mi auxilio para hacerme entender aquel estado en el que estaba sumido. Aquellos versos cambiaron para siempre mi relación con la soledad.

 

SI QUIERES SABER MÁS:

La biografía del silencio. Pablo D´Ors. Siruela, 2016

ARTICULOS RELACIONADOS:

Escuchar el silencio