La empatía es una de esas palabras que se han puesto de moda. Bien porque las personas se definen como empáticas, bien porque se califica a otras de no serlo. A nadie le gusta ser calificado de ser «poco» o «nada empático».
Foto: Rodrigo Martínez-del Rey
Como tutor de Alumnos del Curso de Especialista Universitario en Coaching con IE y PNL he tenido que revisar un elevado número de tareas, así como supervisar las bitácoras de sus sesiones de coaching. Si tuviera que elegir la palabra que más se ha repetido en estas tareas y bitácoras, ésta sería, empatía.
Si la empatía es básica para el trabajo de un coach, no es menos imprescindible para nuestra personal vida diaria.
Aunque el concepto es tan viejo como el mundo, de empatía comenzó a hablarse, con más fuerza —quizás—, a raíz de los trabajos sobre Inteligencia Emocional que realizó Daniel Goleman, en los años noventa. Este psicólogo norteamericano la colocó en la lista de habilidades de lo que denominó Inteligencia Social.
El Diccionario de Real Academia Española acaba de modificar este término en su última versión, la 23ª (octubre de 2016). La define como: «Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo del otro».
Por eso, la clásica expresión «ponerse en los zapatos del otro», o la más castiza y española «ponerse en el pellejo del otro», se quedan cortas. Los indios norteamericanos dan una vuelta de tuerca más al concepto de empatía. No solo entienden que hay que ponerse en los zapatos del otro, van un paso más allá:
Camina una milla en los zapatos del otro
«Aticus había dicho una vez que nunca se conoce a una hombre, hasta que no se ha calzado sus zapatos y caminado con ellos». Frase final de la estupenda película «Matar a un ruiseñor» (1963). La pronuncia Scout, una niña de 8 años. No será ya la misma después de entender esa frase. Foto: Rodrigo Martínez-del Rey
Empatía y transmisión de emociones
En la matización anterior, considero que residen importantes claves de la empatía: no solo basta con identificarse con el estado de ánimo del otro, sino que hay que entender sus circunstancias. Y, además, hay que transmitírselo. Hay que tener la suficiente capacidad para manifestar nuestras emociones al otro, con nuestro lenguaje verbal y con el no verbal.
Podemos decirle verbalmente que lo entendemos, pero si no somos capaces de reflejarlo, de comunicarlo con nuestro lenguaje no verbal, la persona que tenemos enfrente muy probablemente no nos crea. Se habrá puesto en riesgo el proceso de comunicación y nuestra credibilidad, que puede acabar en la quiebra de la confianza. Puede venirse abajo lo que tanto ha costado construir.
La empatía es la capacidad de transmitir emociones al otro.
—LAURA GARCÍA AGUSTÍN, psicóloga
Ser empático no significa estar de acuerdo, sino entender lo que hace la otra persona, de acuerdo con su mapa del mundo; es decir, con sus vivencias y sus experiencias. Sin justificar. Sin juzgar.
La empatía, en consecuencia, nos hace más humanos.
Empatía y contagio emocional
No hay que confundir empatía con el contagio emocional. Las emociones son fácilmente contagiosas. No se trata por eso de tratar de vivir las mismas emociones que la persona que tenemos enfrente, sino sentir las nuestras, las que nos ha provocado su historia.
Salvo patologías, la empatía nos viene a los seres humanos de serie. Pero requiere entrenamiento, exige esfuerzo y pedagogía. Por eso, la empatía también se aprende.
No es fácil ser empático, y mucho menos si no disponemos de una correcta gestión emocional. La identificación de nuestras emociones es un paso previo a transmitirlas. Es aquí donde comienza la gestión de nuestras emociones.
La empatía tiene límites: el contagio emocional. Para los que somos coaches, un exceso de empatía hacia nuestro cliente, nos haría perder el enfoque, mermando la capacidad de ofrecerle nuevas perspectivas.
PELÍCULA RECOMENDADA
Con la magia en los zapatos (2014). Esta comedia ligera, cuenta las andanzas de un zapatero neoyorkino, heredero de la tradición familiar de varias generaciones. El descubrimiento que realiza en el sótano de la tienda, cambiará su vida. Toda una metáfora sobre la empatía.
Ver, escuchar, entender, tocar son grandes regalos. Lo mejor que podemos ofrecer a la otra persona. Es el secreto de la comunicación.
He repasado una interesante conversación entre el psiquiatra Luis Rojas Marcos y el periodista Risto Meijide. Esta mezcla de diálogo y entrevista está incluida en la serie Viajando con Chester, emitida en Cuatro la temporada pasada. El entrevistador y su invitado se muestran particularmente sinceros.
El que fuera polémico periodista ha mostrado en esta serie de programas, un evidente cambio de identidad. Esta evolución de pensamiento queda plasmada, en primer lugar, en esta confesión de Risto a Rojas Marcos:
Me enamoro de la gente que me ayuda a cambiar de opinión.
—RISTO MEIJIDE
Contundente afirmación de quien ha sido un gran provocador, cuyas opiniones encumbraban o echaban por tierra a muchos aspirantes a la fama. Tengo que reconocer que Meijide tiene también una gran habilidad para crear titulares. Nunca he comulgado con el personaje creado por este comunicador, pero su frase me ha hecho reflexionar.
Un placer narcisista
Tener razón nos proporciona un enorme placer. Nos reafirma en lo que pensamos. Entra en juego nuestro ego. Nuestro narcisismo nos lleva a pensar que «mi opinión soy yo». Sin embargo, nuestra opinión no forma parte esencial de nuestra identidad. Podemos cambiarla y seguir siendo nosotros mismos.
El pensamiento no pude tomar asiento. El pensamiento es estar siempre de paso.
— LUIS EDUARDO AUTE
Una hermosa invitación a pensar diferente, a aceptar lo que otros piensan, a escuchar (y escucharnos).
Pero nos encanta aferrarnos a tener razón. Con la misma intensidad con la que nos hacemos adictos a otras sustancias. Frases como: «de acuerdo, tienes razón», nos cuesta un mundo pronunciarlas, como si de ello dependiera nuestra vida y nuestra hacienda.
En un ameno libro titulado, 32 maneras de saber que estás muerto (Kolima, 2013), su autor afirma:
Nadie va por ahí regalando la razón a otro como si nada, aunque ello implique la oportunidad de aprender algo nuevo, replantearse las propias creencias o salir enriquecido de la discusión.
—GERMÁN LÓPEZ BAYARRI
Hacemos lo que vemos
La culpa siempre es del otro. Nos lo enseñaron desde pequeñitos. Si un día tropezábamos con una mesa y nos caíamos, mamá o el abuelo decían para consolarnos: «mala, mesa mala, has golpeado a mi niño». Y, además, le daban dos azotes a la pata de la mesa. La mesa ni se quejaba, pero nosotros ya sabíamos que la culpa era de ella, de aquel objeto inanimado. Así es cómo hemos ido creciendo.
Sin que suene a justificación, ¿se nos educa desde pequeños para debatir, para dialogar, para escuchar, para asumir que no siempre tenemos razón? ¿Se nos educa para hablar y debatir en público, sin interrumpirnos, como hacen los tertulianos televisivos? Parece ya que en algunos colegios, los niños aprenden a debatir en público y a presentar sus trabajos delante de sus compañeros. Algo está cambiando. Afortunadamente.
No hacemos otra cosa, en consecuencia, que imitar aquello que vemos.
Puestos a imitar, y mucho mejor, a modelar, te dejo estos versos de Virginia Satir, publicados en su libro Contacto íntimo (1988)