La vida: ¿exploras o conectas el piloto automático?

El viaje es una metáfora universal sobre la vida. Tal como la entendamos, así viajaremos. Y viceversa.

La vida, ese viaje

La afirmación anterior no tiene más validez científica que lo que he podido observar después de viajar durante muchos años. En solitario o familiarmente, con grupos de periodistas o como guía turístico. En viajes profesionales o, simplemente, por el placer de hacerlo.

Estos viajes me han ayudado a ir configurando mi propia manera de entender el viaje, que ha ido correspondiéndose con mi manera de vivir la vida. ¿O ha sido al contrario? El escritor Jorge Wagensberg, autor de bellísimos  aforismos, plasma en este la esencia de un viaje:

Viajar es la mejor manera de regalarse cambio.

—Jorge Wagensberg

La historia que te cuento a continuación, tiene como escenario una carretera secundaria en la Toscana, Italia.

La uva «sangiovese» (sangre joven) da el vino Chianti

A Siena, 9 kilómetros

Un grupo de periodistas europeos de varias nacionalidades, recorríamos Italia de Norte a Sur. Después de visitar las queserías donde se hace queso parmesano, descendimos hacia el sur para conocer las bodegas en las que se elaboraba el más famoso de los vinos italianos, el Chianti.

El otoño apenas ha comenzado. Llovía débilmente. La carretera era tan estrecha, que el retrovisor exterior del autobús lamía las hojas de los árboles que comenzaban a amarillear. Suavemente, las gotas de lluvia resbalaban por el cristal, describiendo trayectorias caprichosas.

El autobús se detiene en el cruce con la Strada Regionale 222, la carretera que vertebra la ruta del Chianti Classico.

Siena 9 km., dice un cartel azul con bordes blancos. A la derecha, Florencia, a 60.

Mientras el chófer mira a un lado y a otro del cruce, una voz se eleva desde una de las filas de atrás.

—¡Vamos a Siena! —dice Josep, un periodista español de voz grave y bigote poblado—. Tenemos tiempo, podemos ir a Siena.

Silencio. El autobús no arranca.

Un noruego, experto en prensa gastronómica, se levanta y pregunta, desde la primera fila, el motivo por el que estamos detenidos, si la vía está expedita. Habla con sus cuatro compañeras, periodistas de revistas femeninas de aquel país nórdico.

La guía responsable del autobús es romana. La asiste una chica serbia nacionalizada italiana.

— Hay tiempo, nada programado hasta la cena. Lo que decida la mayoría—  dice la romana.

Los cipreses, siempre presentes en el paisaje de la Toscana

Viajar, un arte perdido

Son las tres y media de la tarde. Entran en liza cuatro periodista alemanes. Se alinean con sus colegas noruegos. Los tres españoles apoyamos a Josep. Algunos de nosotros ya hemos coincidido en otros viajes. «La maravillosa Siena a tiro de piedra, ¡cómo para perdérsela!», pienso.

La guía acompañante muestra su simpatía con la propuesta española. Los tres periodistas polacos hablan entre ellos. No parecen inquietarse. El autobús sigue detenido. El conductor, un romano gesticulante, acaba por resignarse y coloca las manos sobre el volante. ¡El Parlamento de Estrasburgo en mitad de una carretera secundaria de la Toscana!

El noruego, erigido en portavoz del Norte, dice:

—Siena no está en el programa.

Es cierto, no lo está. Estamos recorriendo Italia desde Parma a Nápoles, para conocer algunas de sus Denominaciones de Origen, invitados por la Comunidad Europea. Hoy nos tocaba una bodega de Chianti y una almazara. Aceite y vino comparten allí denominación.

—Y, además, llueve — insiste el gastrónomo nórdico.

Cuando lo escucho no puedo evitar pensar que viajar se ha convertido en un arte perdido. Este periodista noruego impecablemente trajeado y el bigotudo Josep muestran las dos posturas extremas de vivir un viaje, de entender la vida, en definitiva.

Castillos y ciudades amuralladas son los restos de las batallas entre la República de Siena y los florentinos.

¿Exploras o conectas el piloto autonómico?

Hay quienes viajan con un plan establecido, esclavos del reloj. Se comportan igual que en una habitual jornada en su lugar de origen: levantarse, desayunar y correr para tomar el coche camino de la oficina. Lugar visitado, casilla tachada. Ven una ciudad, un paisaje, desde detrás del objetivo de una cámara, locos por fotografiar sin mirar. Acumulan lugares sin disfrutarlos, sin más intercambio con los naturales que pedir la llave en la conserjería del hotel. Frecuentan restaurantes en los que coincidir con otros compatriotas: « ¡Donde esté una buena tortilla!…Si es que aquí no saben comer…» Para estas personas el lugar de destino es la meta.

En el lado opuesto, se sitúan los que consideran que la meta es el viaje. Vagabundean, sin deberes ni horarios. Deambulan entre la gente del lugar. Son exploradores de las infinitas posibilidades que el viaje proporciona.

Viajar por segunda vez

Escribir de viajes, es viajar dos veces: una cuando realizas el viaje mismo; la segunda, cuando rememoras aquellas sensaciones para trasmitirlas a quien tenga a bien leerte o escucharte. Escribiendo esta nota, he viajado por segunda vez a aquella carretera secundaria de la Toscana, una tarde de otoño. A mi memoria ha regresado el olor a tierra mojada; he revivido el rojo intenso del zumo de la  uva sangiovese (sangre joven), con la que se elabora el Chinati, el verde de los cipreses que identifican el paisaje toscano, y el esmeralda del aceite recién exprimido. Sentidos y espíritu unidos.

El equipaje necesario para un viajero es un talento especial en el pecho y una visión especial bajo las cejas.

— Chin Shengt´an, (dramaturgo chino, siglo XVII)

Cómo en la vida

Si habéis contado, ya sabéis el resultado de la votación: no fuimos a Siena. Cuatro votos noruegos más cuatro alemanes, ocho. Cuatro españoles y uno italiano, cinco. La guía romana —comprensiblemente— no votó. Los polacos se abstuvieron. Diálogo Norte-Sur, con los Países del Este como observadores. Ser un mero observador, es otra manera de entender el viaje por la vida.

¿Qué hubieras votado tú?

Alejandría, un gran zoco

El nombre del Hotel Cecil está escrito en la puerta, flanqueado por ventanas de marcos azules, con letras doradas, rematando dos grecas verticales de hierro forjado. 

En el vestíbulo de este hotel, las palmeras se quiebran y se reflejan sus hojas inmóviles en los espejos de marcos dorados. Aquí sólo pueden vivir permanentemente los ricos. (Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell)

En este edificio, construido en 1929, asentó sus reales la Inteligencia Británica durante la Segunda Guerra Mundial. Alejandría está a unos 40 kilómetros de el Alamein. El mismo ascensor –restaurado–, las mismas rejas floreadas de la escaleras alfombradas en rojo, y los mismos espejos, aquellos en los que Nessim vio proyectada por primera vez a Justine, inolvidables personajes del Cuarteto de Alejandría.

En el gran espejo del Cecil, ante las puertas abiertas del salón de baile. (Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell)

Camila se refleja en los espejos dorados del Cecil

El salón de baile es hoy la sala César Palace. Hay música, a pesar de que está bien entrada la madrugada. Me acerco, antes siquiera de dejar mi equipaje en la habitación. Acabo de llegar de El Cairo a través de una carretera que cruza el desierto. Casi dos horas de camino por una carretera recta.

Celebran una boda. Los novios visten de blanco. Pero no está Justine, sino Camila, una cantante libanesa, morena como la protagonista de la novela. Camila termina la canción. Un hombre se levanta de una mesa junto al escenario. Lleva un puro en la boca y, entre sus manos ensortijadas, sujeta un puñado de billetes. Los lanza al aire, y a Camila le llueve el dinero del cielo. Se retira la libanesa del entarimado, aparece un propio y recoge a puñados el maná. La escena se repite tras cada canción. Cada vez que la cantante sale a escena,  sus vestidos son más ajustados y la raja lateral del vestido ha ido ascendiendo ostensiblemente por la pierna; ya le llega a la cadera. El vestido de Camila es de color limón.

El hombre del puro vuelve a arrojar su especial confeti. Son casi las cuatro de la madrugada. Apenas queda medio centenar de invitados en la sala y el montón de billetes sobre la mesa junto al escenario, está cada vez más mermado.

Alejandría no duerme

El Tikka Grill es el más conocido restaurante de pescado. En La Corniche, con vistas al mar. Una foto de doña Sofía está en la galería de sus ilustres visitantes. Quizás la Reina comiera aquí cuando asistió a la inauguración de la Biblioteca. El Tikka es el más turístico –y para el gusto local, más «chic» – y quizás por eso resulto caro.

El Abou Ashar International Fish es más «popular», en un barrio más popular y más alejado del centro. Un sastre cose en la puerta de la tienda. Media docena de mozalbetes intentan arrancar una moto. El dependiente de una platería jura que la plata y el oro que vende es el más barato de todo Egipto.  Desde la pantalla de un antiguo televisor los actores de una telenovela egipcia hablan pero nadie los mira. Dos ancianos toman té.

– Es té de hibisco– me cuenta Mimmí.

Se pueden comprar excelentes hibiscos en el Mercado de Manshiya, a unos veinte minutos a pie de Saad Zaghloul. Este gran zoco es un paraíso de olores, un incesante deambular de gentes, e infinidad de tiendas donde encuentras desde un alfiler o una pieza de tela a una joya de oro. Siempre está abierto. El horario comercial en Alejandría es absolutamente libre. No queda demasiado lejos del mercado la espectacular mezquita Terbana, construida sobre ruinas grecorromanas. Muy amplia y luminosa, con el suelo alfombrado. Varios hombres están sentados apoyados en las enormes columnas. A las mujeres que visten a la europea les dan una especie de camisones, y las envían detrás de unas celosías. Como en algunas iglesias españolas. Pero de eso hace ya trescientos años.

El carácter de Mimmí

Cuando entramos al Abou, veo a familias numerosas comiendo pescado, arroz y ensalada. Nada de alcohol, sólo agua o refrescos. En La Cornice me había tomado esa misma tarde una cerveza. Encontré el lugar por casualidad, paseando; los clientes éramos europeos o norteamericanos. La cerveza era local, marca Sakara, como la pirámide escalonada. La única cerveza egipcia que tenían: suave, tipo Lager. Unos 3, 5 euros al cambio.

El pescado y el marisco son deliciosos en el Abou. Tomo un plato de pescado con un refresco, mientras varios televisores enorme emiten vídeos musicales y partidos de la NBA. Platos y vasos de plástico, manteles de papel. Mimmí me ha traído a cenar aquí, porque yo le había pedido algún lugar menos turístico.

Le pregunto como se llega hasta aquí, por si quiero volver o se lo quiero recomendar a los amigos. Me mira y dice:

– Ven en taxi, porque te vas a perder. No te olvides de negociar el precio.

Y en mi cuaderno de notas escribe de su puño y letra, donde está situado el Abou: zona Bahari en Anfouchi.

cuaderno-nota-mimmi

Ya lo saben, si se deciden a ir, tomen un taxi. Se lo recomienda Mimmí. Pero regateen el precio.

Todo un carácter el de Mimmí, la hija del Almirante. ¡Y sólo tiene 73 años!

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1ª  Parte. Alejandría, corazón de la nostalgia de una vieja dama
2ª Parte. La Biblioteca de Alejandría

La Biblioteca de Alejandría

Me alojo en la habitación 311 del Hotel Cecil. Una placa en la puerta dice que está dedicada a Taha Hussein, escritor egipcio y Premio de Derechos Humanos de Naciones Unidas. El color burdeos destaca en la colcha, la moqueta y las tapicerías. El televisor es el único elemento decorativo que me remite al presente.

Hace casi dos horas que ha amanecido. Salgo al balcón. Abajo, en la calle, personas y vehículos se mueven como las hormigas. Deprisa y en todas direcciones, pero sin chocar entre ellas. Para cruzar sólo se necesita la decisión de saltar a la calzada. Con la misma decisión con que los coches se mueven, a golpes de claxon.

Algunos trucan las bocinas, para que se les oiga más. Es imposible aparcar en esta ciudad– me había dicho el día anterior Mimmí.

El litro gasolina del desierto cuesta la mitad que un litro de agua (4 libras egipcias, LE). Los taxis son viejos LADA, amarillos y negros. Los transportes colectivos –furgonetas semejantes a microbuses– que se abordan donde se puede, a una libra egipcia. El conductor, a la vez que sujeta un fajo de billetes con una mano, habla por teléfono con la otra o arroja la ceniza del cigarrillo. Los guardias permanecen impasibles (¿o impotentes?) en el centro de la avenida.

En otoño, el aire seco y vibrante, inflama el cuerpo bajo la ropa liviana. «Cuarteto de Alejandría», Lawrence Durrell

Panorama desde La Corniche

Son las 7.30 de una mañana otoñal. Frente a mí, La Corniche (hoy Sharia 26 de Julio), un paseo marítimo de 24 kilómetros de longitud que bordea el Mediterráneo, a cuyas espaldas se extiende esta urbe ruidosa, abigarrada y hechizante de más de seis millones de habitantes.

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La vista, sin embargo, me alcanza sólo a la bahía. En el extremo izquierdo, la fortaleza mameluca de Quait-Bey. Un poco más cerca, barcas de pesca multicolores del mayor puerto de Egipto, el mercado de pescado Anfushi.  Y hacia mí, las playas, tomadas al asalto en verano por los cairotas. Cerrando la bahía, en la parte oriental, un cilindro de vidrio y aluminio semienterrado oblicuamente, semejando un gigantesco panel solar –homenaje a Ra–, el nuevo Faro: la Bibliotheca Alejandrina.

La Nueva Biblioteca

Las centenares de jóvenes estudiantes que me encuentro en los jardines de la Nueva Biblioteca de Alejandría –en alegre charla con sus compañeros masculinos–, no se diferencian en nada de cualquier otra adolescente europea, excepto por el hiyab. Eso sí, lo usan de colores muy vivos y variados, colocados con la coquetería inherente a cualquier mujer, y adornados con diferentes tipos de abalorios.

– Un centro para el saber. Un lugar de diálogo e intercambio entre pueblos y culturas. Esto es la Biblioteca Alejandrina– dice orgullosa una de las guías que enseñan el edificio.

la-biblioteca-alejandria

La nueva Biblioteca se ha levantado a escasos metros de donde se cree que Ptolomeo I erigió la original, destruida por un incendio en tiempos de Julio César. Casi dos mil años después, medio mundo se alió para que esta nueva Biblioteca pudiera ver la luz en los albores del siglo XXI. La entrada se hace por la quinta planta. Hay cuatro bajo el nivel del suelo y seis más por encima, 33 metros de altura. El espacio dedicado a la lectura –con capacidad para dos mil personas– es una sala hipóstila con columnas de granito de estilizados capiteles palmiformes que sustentan la cubierta de vidrio y aluminio.

Los dos mil pupitres, agrupados entre paneles de maderas nobles,  descienden en rampa desde los niveles superiores hasta la quinta planta. La obra es del estudio de arquitectura noruego Snohetta. La Biblioteca dispone, entre otras instalaciones, de cuatro museos. Un planetario, una sala de proyección con una pantalla de 10 metros de diámetro, y un archivo con todas las webs creadas desde 1996. Y el más interesante y emocionante, el que está  dedicado a manuscritos y libros raros.

SERIE DE ARTÍCULOS SOBRE ALEJANDRÍA

1ª Parte. Alejandría, corazón de la nostalgia de una vieja dama
3ª Parte. Alejandría, un gran zoco

 

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