Muchos de los libros que encuentro en las librerías de segunda mano, contienen mensajes. Algunos de ellos están firmados por sus autores, o por los antiguos propietarios. Los hay que, simplemente, llevan escrita una fecha. Los más antiguos llevan firmas rimbombantes, escritas con pluma, de esas que había que mojarlas previamente en un tintero. Otros llevan dedicatorias. Fueron quizá un regalo.
Esta es la historia que imaginé después de ver la dedicatoria que aparecía escrita en un libro que compré una mañana de invierno.
Relato
El regalo
Las venas de las sienes le palpitan rítmicamente, como las alas de una mariposa posada sobre una hoja. El frío hace que, en la ventana de la cocina, una gota de lluvia se deslice tranquilamente sobre la humedad porosa, dejando tras de sí un camino sinuoso. Laura acaricia el regalo para Javier. Abre el libro y lo huele, desde abajo, lentamente. El corazón le danza en el pecho. «Javier es el único que hace que tenga ganas de sonreír», piensa. Observa la mirada soñadora de la joven en la portada del libro. Se sorprende cuando siente que sus labios están dibujando la misma sonrisa leve de la muchacha de la imagen.
Las palabras no le han salido de golpe. Llevaba tiempo pensándolas. Es una dedicatoria y no está acostumbrada. «Además, es para siempre», se dice. La ha escrito varias veces en cuartillas que ha ido colocando sobre la mesa; hasta que ha dado con la frase.
Café con leche y galletas. El mismo desayuno de todos los días desde que volvió del hospital. Toma una a una las galletas y las rompe en trozos irregulares que flotan en la parte superior del vaso. Algunos se van desliendo; atrapa los más grandes con la cuchara. «Tienes que hacerlo despacio», recuerda que le decía el abuelo. Y ella metía la mano en el agua límpida de la charca, y sacaba renacuajos que le cosquilleaban en la mano y la miraban con sus ojos saltones. Luego los devolvía al agua, atravesaban el bosque de eucaliptos, y regresaban a casa donde les esperaba la abuela.
Toma el rotulador negro y, con serenidad, escribe. Las líneas, irregulares, se elevan hacia la derecha, formando casi una diagonal con el ángulo superior de la página, como si desearan escapar más allá de sus límites. Javier leerá lo que ella ha escrito cuando abra el libro. El pulso se le acelera. Redondea el punto de las íes, como cuando estaba en el colegio. Firma la dedicatoria, con trazo firme y sensual. Y debajo, en línea recta, la fecha. Envuelve el libro en un papel decorado con pentagramas, y coloca un lazo rojo en una esquina, como el que lleva sobre el pecho la joven de la portada del libro. «Los detalles son importantes», le decía la abuela, mientras le ofrecía bizcocho y mermelada de frambuesas en un plato de porcelana, el mismo en el que Laura, diariamente, se sirve cinco galletas.
Los veranos con los abuelos, lejos de su madre, fueron su manera de escapar de su aciaga realidad infantil. «Javier hace que me sienta igual de libre y feliz que entonces», se dice Laura, dando un último sorbo al café con leche.
Ha elegido el libro con toda la intención: Al morir Don Quijote, de Andrés Trapiello, los sueños de los personajes secundarios y las historias de los sin nombre en las aventuras del Hidalgo, las vidas inventadas de aquellos de los que poco se sabe y que reclaman un lugar en la memoria.
–Nena, lo que te perdiste–le dice a la Dulcinea de la portada–. Tu realidad, tu triste realidad que huele a ajo, hubiera desaparecido solo con que hubieras prestado atención a ese tipo flacucho de mirada penetrante, que pensaba que eras lo más de lo más. ¡Tonta, más que tonta!
Imagina cómo será el momento en que le entregue a Javier su regalo.
***
Siente como el corazón le late con fuerza. Desliza sus dedos por la portada. Hace mucho frío, como hace diez años, en aquellas Navidades de 2004.
Abre el libro y lo huele.
Lee la dedicatoria: «A mi Don Quijote y no por loco que lucha con molinos de viento, sino por haber conseguido que con él la realidad desaparezca. TE QUIERO, JAVIER. Laura. Navidades 2004-2005».
Laura cierra el libro y lo coloca, junto a los otros libros, en el mismo lugar de donde lo ha cogido. Las venas de las sienes le palpitan rítmicamente, como si cientos de mariposas aletearan sobre un lecho de hojas secas, mientras sale de la librería de segunda mano.