La paz en los cementerios de Edimburgo

Edimburgo-tenebrosa

Como en el relato bíblico, el cielo se cerró y el velo del templo se rasgó. Y a la misma hora, las tres de la tarde. El día era radiante y se ha oscurecido de pronto. Ha comenzado a llover como si nunca hubiera llovido antes. Es agosto y estoy en en La Ciudad Vieja, en el corazón mismo de Edimburgo, ciudad Patrimonio de la Humanidad.

Habían aparecido unas nubes negras y espesas. Era curioso como cambiaba el tiempo en Escocia y, además, la temperatura había descendido tres o cuatro grados (Aguas turbulentas, 2003)

En Edimburgo, el escritor Ian Rankin alumbró en los años ochenta al inspector John Rebus. Este policía es quien mejor conoce esta ciudad. Acaba de jubilarse después de años de trabajo que aparecen recogidos en una docena de libros. Son el retrato del Edimburgo auténtico, sus recovecos y callejones, los lugares más curiosos y los más emblemáticos. ¡Qué mejor cicerone para conducirme por esta ciudad oscura y tenebrosa!

Piedra arenisca ennegrecida

Este diluvio, del que apenas puede protegerme el chubasquero, me ha tomado por sorpresa en mitad del Cementerio Greyfriars. Estoy solo, no hay nadie más. Tumbas enrejadas a mis pies, sepulturas desperdigadas, y panteones y mausoleos adosados a los muros: son las más antiguos, las más bellamente tallados, ennegrecidos. La roca arenisca con la que está construido Edimburgo ha ido oscureciéndose, sucumbiendo a los estragos de la contaminación industrial de la época victoriana. Este efecto, unido a la débil iluminación nocturna, una vez que han cerrado las tiendas, contribuye a la creación de una atmósfera sombría y misteriosa. Te pone los pelos de punta.

Había fantasmas en los callejones adoquinados y en las escaleras sinuosas de las casas de la Ciudad Vieja, pero eran fantasmas de la Ilustración, coherentes y educados. (Nudos y Cruces, 2011, en España).

Inspiración entre tumbas

Me cobijo bajo un pequeño arco en una de las tapias, desde donde puedo vislumbrar los amplios ventanales del esquinazo de Candlemaker Row y Merchant Street. Son las ventanas de la trasera de The Elephant House (se entra, a la vuelta, por Marshall Street). En este café,  J.K.Rawlings se sentaba cada día a imaginar las aventuras de Harry Potter, mientras su pequeña dormía junto a ella en un capazo.

A mi espalda, extramuros de la necrópolis, está el colegio George Heriot´s School, fundado en 1628, una muestra de la arquitectura escocesa renacentista del siglo XVII. La matrícula cuesta hoy unos 12.000 euros. Es el mismo que podía ver la autora y que le sirve de inspiración para imaginar el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. También hay una coincidencia más, pero parece que no es tal. Si se leen los nombres tallados en las tumbas– las más antiguas son del siglo XVI–, se reconoce en ellos a varios de los personajes que pueblan el universo Harry Potter.

EL aprendiz de mago hace magia

Como si de un encantamiento del joven mago se tratara, la lluvia cesa. Como resultado, la ciudad se torna entonces luminosa y brillante. Una luz inesperada, una claridad sorprendente, que se refleja en los adoquines mojados.

La luz es lo que más apreciamos los escoceses.– May,  profesora de inglés jubilada.

Estamos cenando en la cocina de su casa –lindante con un  frondoso jardincillo– un pastel de pescado al horno. La base del guiso es salmón, el pescado más utilizado en la cocina escocesa, y marisco. Están cubiertos, ademas, con patatas, espinacas y tomates. Le cuento que me ha gustado el haggis que me he tomado en Deacon Brodie´s Tavern.  «Aquí se toma el mejor haggis de Edimburgo», me ha contado María, una jiennense que vive en Edimburgo desde hace tres años. El haggis, el plato nacional escocés. Es una morcilla hecha con tripas de cordero, carne de buey y avena. He acompañado el plato con una cerveza IPA (indian pale ale), rubia oscura, fuertecita. También es la cerveza favorita de Rebus. ¡Nobleza obliga!

May, la profesora jubilada, nació en el condado minero de Fife, igual que Ian Rankin. La Universidad de Edimburgo, donde estudió este escritor, ha creado una cátedra para estudiar su obra. La Universidad también la primera cátedra de parapsicología del mundo. Y todo a raíz de los espeluznantes sucesos ocurridos en el Cementerio de Greyfriars, donde me ha pillado este aguacero.  ¿A ver si va a ser verdad lo de los fantasmas? ¿Y en Greyfriars?

McKencie «El sangriento» contra los pactantes

María, la española de Jaén,  me cuenta que este cementerio es considerado el primer campo de concentración de la historia. Cientos de presos fueron enjaulados, a pan y agua, en pequeñas dependencias y torturados de las maneras más crueles por Lord George McKenzie, un abogado culto pero extremadamente perverso, lo que le valió el apodo de El sangriento.

A este Lord, Carlos II de Inglaterra, le encargó dirigir la represión contra «los pactantes» presbiterianos que se habían opuesto a su padre Carlos I, quien quiso introducir en Escocia un libro de oraciones inglés. Fue una persecución implacable. Estos inmundos zulos, que pueden adivinarse tras unas rejas, están hoy cerrados al público.

El ayuntamiento decidió el cierre después de que varias personas denunciaran haber escuchado gritos. Otras presentaban heridas sin que hubiesen sido atacadas por nadie (visible). Las celdas están adosadas al mausoleo de su torturador, el Sangriento Lord Abogado, frente al cual María me está contando esta historia. La tétrica historia de Edimburgo es, sin embargo, mucho más que una leyenda.

Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Cómo habría reaccionado ayer si hubiera conocido esta historia? Porque es en este donde estuve ayer. Solo, bajo la lluvia. Y en casi total oscuridad. Y yo sin saber esta historia. 

Hoy el día es soleado. Unos niños juegan alrededor de la tumba de Bobby, el perro que veló durante años la tumba de su dueño. Hoy yacen uno al lado del otro. La tumba de Bobby está repleta de flores, patitos y caramelos. Sus madres los vigilan, sentadas en una sepultura cercana, meciendo los carritos de sus bebés. Los varios cementerios en Edimburgo están abiertos las veinticuatro horas y son lugares habituales de recreo.

SERIE DE ARTÍCULOS SOBRE EDIMBURGO

Edimburgo, ciudad tenebrosa y literaria
Oscuros callejones. Relato

Malmoe, la ciudad de Kurt Wallander

Malmoe (Malmö) está a veinte minutos en tren desde Copenhagen, cruzando el estrecho de Öresund, sobre un puente de 16 kilómetros de longitud, construido por la empresa española Dragados, en Puerto Real (Cádiz). Fue inaugurado con el cambio de siglo, verano del 2000. Por la parte superior del puente circulan los automóviles. Los trenes lo hacen por un nivel inmediatamente inferior.

Puente de Öresund. Silvia Man/imagebank.sweden.se

El mar Báltico está agitado en esta mañana de diciembre. Es Navidad. La niebla casi no me deja ver el puente. Es como si esta serpenteante estructura se fuera desplegando desde el interior de una cueva algodonosa. Tampoco veo la estación de Malmoe hasta que la tengo casi al alcance de la mano.

Encontró un  aparcamiento al lado de la plaza de Stortorget y bajo la escalera del restaurante Kocksska Krogen (…) Pasó el puente del canal( …) Entró en la estación (…) Iba por las sombras del andén donde soplaba el viento del estrecho. (Asesinos sin rostro, 2003)

Malmoe y Kurt Wallander

He venido a Malmoe siguiendo los pasos de Kurt Wallander, el comisario de policía sueco creado por Henning Mankel. Quiero ver los lugares donde vive y trabaja este fascinante personaje.

Las novelas de la serie Wallander se publicaron en España, dependiendo de los títulos, con una diferencia de entre seis y ocho años, respecto a su aparición en Suecia. Las fechas que aparecen en este artículo se corresponden con su publicación en nuestro país. Cuando se publicaron en Suecia, el puente de Öresund no estaba construido aún. El cruce hasta Dinamarca se hacía por ferry.

A Kurt Wallander le gusta María Callas, bebe té y café, y come pizza, casi siempre fría. Vive solo en Ystad, a muy pocos kilómetros de Malmoe. Wallander conduce un viejo Peugeot, en cuyo radio cassette escucha a la Divina. Wallander tiene una hija. También será policía, cuyos primeros pasos como agente se cuentan en Antes de que hiele (2002). Padre e hija colaboran en el esclarecimiento del suicidio de una periodista,

Se siente solo y caerá en una depresión que lo recluirá largo tiempo en una isla semidesierta. No ha superado su divorcio. Conserva, sin embargo, la esperanza de reconquistar a Mona, su esposa. Por lo tanto, intenta reconciliarse. En una de las novelas de la serie, se cita con ella en un restaurante cerca del Hotel Savoy, en Malmoe, frente a la bella, cuidada e inesperadamente silenciosa estación ferroviaria.

Revivir lo leído

Son casi las diez de la mañana. La Estación Central de Malmoe es un edificio del siglo XIX de ladrillo rojo. Al otro lado del canal, más allá del casi vacío aparcamiento de bicicletas, está el Hotel Savoy y la oficina de turismo. Me coloco tras una columna, junto a la oficina de turismo en el hall de la estación. Miro. No sé que pensarán las dos jóvenes rubias mientras atienden a los escasos turistas en el mostrador de la oficina de información turística. Estoy en el mismo lugar desde el que Wallander observa a Mona, su exmujer. Han quedado para cenar. El policía quiere reconciliarse.

Cuando desapareció entre el Savoy y la oficina de turismo la siguió (Asesinos sin rostro, 2003)

Tengo la sensación de un dejà vu, aunque debería decir —si se me permite la expresión—un dejà lu. Es cierto, lo que veo ya lo había leído antes, lo había visto y sentido antes. Las descripciones de los lugares son, en consecuencia, de una escalofriante exactitud. Lo he leído en las novelas de Henning Mankel —auténtico artífice del resurgimiento de la novela negra sueca de los 60—, padre literario del comisario Kurt Wallander. 

Malmoe, pequeña y acogedora

Hace mucho fuera de la estación. El viento hace ondear ruidosamente unas banderas.  Las cuerdas golpean ruidosamente contra los mástiles metálicos. 

Soplaba un viento del norte, un viento racheado. (El hombre sonriente, 2005).

Cruzo el canal. A espaldas del Savoy se encuentra la plaza de Stortorget, en una de cuyas esquinas está–perfectamente conservada, interior y exteriormente– la farmacia Lejonet, construida a finales del XIX en estilo neorrenacentista. Maravillosa. Desde aquí se accede a la parte antigua de Malmoe.

Stortorget en Navidad. Miriam Preis/imagebank.sweden.se

La falta de luz produce melancolía

En Suecia, las fiestas de Navidad comienzan el 12 de diciembre, Santa Lucía, con la fiesta de la luz. Finaliza el 26 de diciembre. Hoy, 27 de diciembre, han comenzado las rebajas en Suecia. He comido arenques y salmón ahumados sobre unos trozos de pan de centeno. Hay mucha gente en las calles. Sin embargo, no hay aglomeraciones en los comercios del centro. Unos operarios comienzan a desmontar los adornos navideños. Un grupo de policías con chalecos reflectantes pasea tranquilamente.

El aguanieve había mojado las aceras de unas calles que a aquellas horas parecían repletas de gente. (Los perros de Riga, 2004)

Me tomo un café muy largo con un ligero toque de canela en la terraza del Espresso House, arropado con una manta. Una reconfortante y  nueva sensación. Son las tres de la tarde. Es casi de noche. Tal vez el comisario Wallander es tan melancólico como estas tardes de invierno, pienso. A las tres de la tarde el cielo se oscurece, el viento azota la cara sin piedad, mientras  cae la niebla.

La niebla. Jamás lograré acostumbrarme a ella, pese a que toda mi vida ha transcurrido en Escania, donde las personas aparecen constantemente envueltas en su manto invisible. (El hombre sonriente, 2005)

Barrio Puerto de Malmoe. Aline Lessner/imagebank.sweden.se

El desasosiego sueco

Al comisario Wallander lo conocemos cuando tenía cuarenta y tres años. Finalmente, dejamos de saber de él cuando ha cumplido cincuenta y tres. Es la última novela de la serie, Cortafuegos. Diez años, ocho novelas que son, según su autor, «novelas sobre el desasosiego sueco».

¿Qué estaba sucediendo con el Estado de derecho sueco durante la década de los noventa? ¿No tendrá que pagar la democracia sueca un precio que pueda llegar a parecernos demasiado alto y deje de merecer la pena pagar?

Henning Mankel se hacía estas preguntas en la introducción de La pirámide (2006), una colección de tres relatos que narran los años en los que Wallander era un policía veinteañero en Malmö.

Ya comisario, ejerce en la cercana Ystad, pequeña ciudad que el autor sueco describe minuciosamente en sus novelas, igual que Malmoe.  Allí está la calle Mariagatan en la que vive el comisario y la pequeña comisaría. Y también el Hotel Continental donde come en ocasiones. El comisario Wallander siempre tiene reservada allí una mesa, gentileza del propietario real del establecimiento al detective de ficción.

 

 

 

Guido Brunetti y la Venecia (in)habitable

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El comisario Guido Brunetti vive en un ático en el centro de Venecia, que como todos los venecianos ha remodelado a escondidas. La fachada del estrecho edifico es blanca, la puerta color pastel con un portero automático con media docena de apellidos. Bueno, en realidad, estoy hablando de la casa de unos amigos de Donna Leon , la norteamericana creadora este peculiar policía.

No la hubiera encontrado si no hubiera estado acompañado por Tony Sepeda, autora de Paseos por Venecia con Guido Brunetti (Seix Barral, 2008).  Como son amigas y compatriotas, Donna le ha escrito el prólogo. Habíamos quedado a comer con ella, pero una conferencia en una Universidad española  (¡vaya, y española!) se lo ha impedido. La verdad, perderse en Venecia,  más allá de Piazza San Marcos y la Basílica de San Marcos, el circuito habitual, es lo más fácil.

Hay silencio en este callejón angosto. A la derecha se llega a un pequeño embarcadero donde una lancha de la policía recoge al comisario para ir al trabajo. Nunca ha conducido. Como casi todos los venecianos ve el automóvil como un objeto extraño. El sol da al agua del canal un tono azulado e ilumina las fachadas de los palacios de enfrente. Apenas cien metros a mi espalda, está la floristería donde Brunetti compra las flores para su mujer Paola. Hay dalias, crisantemos blancos y amarillos, y muchas rosas blancas. Ahí, ya, el paso de turistas y nativos es incesante. Pequeños negocios: una mercería, una papelería — las papelerías en Venecia y, en general en Italia, son maravillosas—, y una óptica que expone curiosas monturas de madera para gafas. 

Es curioso, en Venecia hay lugares silenciosos y tranquilos, situados a escasos metros de otros en los que caminas casi a codazos o ejecutando más de un escorzo. Y nadie lo sabe.

Brunetti lee Historia clásica. Está casado con una profesora de literatura inglesa (como Donna Leon) y tiene dos hijos a los que he visto nacer, crecer, en cada libro. Ya van a la Universidad. Le gusta la pasta que le cocina su esposa, el vino blanco y el café espresso. La recetas que se ofrecen en las novelas son sabrosas.  Donna Leon ha escrito un libro de recetas.

Guido Brunetti, la nostalgia de una Venecia habitable

El comisario Brunetti es mi amigo veneciano. Desde sus novelas me guía por su intrincada Venecia, en la que los planos no sirven de nada, atestada de turistas en cualquier época del año. Este hombre reflexivo, nacido aquí, en la que fue la Serenissima, no tiene prejuicios por los extranjeros ni contra el progreso, pero lamenta la pérdida de una ciudad que antes existía para atender las necesidades de los residentes.

Parecía que los establecimientos que abastecían a la población local – farmacias, zapaterías y tiendas de alimentación- desaparecían inexorablemente y eran sustituidos por boutiques coquetonas y comercios de souvenirs para turistas, llenos de góndolas de luminiscente plástico de Taiwan y máscaras de cartón piedra hechas en Hong Kong. (Muerte en La Fenice, 2003).

Este texto me lo recuerda la norteamericana Toni Sepeda mientras tomamos un espresso en Torino, el bar favorito del comisario cuando viene al centro, «porque a través de los cristales ve a todo el mundo», me comenta la escritora. Tiene lógica. Unas de las ciudades más visitadas del planeta no deja de ser una ciudad provinciana para sus habitantes.

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Barra del bar Do Mori

La norteamericana Dona Leon, autora de, hasta ahora,  una veintena de novelas con Brunetti como protagonista, es amiga de Sepeda, también norteamericana. El libro se le ocurrió al ver los numerosos turistas que seguían los pasos del comisario, novela en mano, muchos de ellos perdidos en el intrincado dédalo de callejuelas y pasadizos.

Paradójicamente, las aventuras del comisario no están traducidos al italiano, aunque se ofrecen en varios idiomas en las librerías venecianas. Donna Leon no lo autoriza. Como residente en Venecia, dice que huye de la fama. Personalmente creo que en esta prohibición subyace, además, el temor a las críticas que recibiría de los italianos por la inmisericorde disección que hace de la sociedad italiana. Escojo al azar:

Brunetti no podía ocultar su disgusto por la casi total certeza de que los dos asesinatos quedarían impunes.» (Nobleza obliga, 2004).

O esta otra:

No podrán hacerle nada —dijo ella—. El Estado lo protege. (Amigos en las altas esferas, 2005).

Brunetti se resigna, pero no puede evitar sentir una profunda tristeza.

Disfruto de estos paseos en otoño, apenas salido el verano. Como unos aromáticos fettucine ai funghi en la terraza de una trattoria, al borde de un canal en el sosegado barrio de Cannaregio, «el más bello de la ciudad» (El peor remedio, 2002). Aquí está la iglesia de la Madonna dell’Ortto, una de las iglesias más bellas y menos visitadas de Venecia que conserva algunos de los cuadros de Tiépolo, ilustre vecino del barrio.

No tengo que hacer cola para beber una copa de prosecco en la plaza de Naranzaria, uno de los lugares mas cool de la Venecia del fin de semana. Compro queso parmesano en Piero y saboreo unas deliciosas croquetas en Do Mori, rodeado de parroquianos que hablan veneciano.

¿En casa Piero? —preguntó Brunetti—, refiriéndose a una tiendecita minúscula en la que ella compraba el parmigiano. Y me parece — dijo ella— que también lo he visto más de una vez en Do Mori. (Pruebas falsas, 2007)

Y lo mejor de todo, es que esta zona está a poco más de 300 metros del Puente de los Suspiros, donde los turistas se agolpan y hacen fila para fotografiarse con el Gran Canal al fondo.

Farol-en-Venecia

¿Le apetece beber algo, comisario? No por estos contornos, dijo Brunetti. No faltaría sino que me propusiera ir al Harry’ s Bar. Me parece que, si no eres turista, no te dejan entrar. Vianello se rió, como suelen reírse los venecianos de la ocurrencia de entrar en el Harry’ s Bar, y dijo que se iría a casa andando.(Malas artes, 2006)

Lo hice con nocturnidad, debo confesarlo. Creo que no me vio entrar ningún veneciano, salvo el camarero, claro. Pero para él, yo era uno más. Me tomé un Bellini, un cóctel de melocotón y prosecco. Dulzón, de color rosado. La especialidad del Harry’ s Bar.

Nadie es perfecto.

 

Fotos: Lola Martín

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