Las historias nos despiertan, antes que nada, las emociones. Y después es cuando actúa nuestro pensamiento.
Si leemos, por ejemplo, «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…», surge la emoción de la curiosidad, y después la pregunta, ¿por qué no quiere acordarse? ¿Qué le ocurrió para que quiera olvidar ese lugar?
Emoción proviene del latín «movere» (mover), más el prefijo «e», que da igualmente idea de movimiento. Eso es lo que me mueve a continuar leyendo.
La emoción de la sorpresa en este caso nos mueve a preguntarnos, ¿por qué no quiero acordarse? Ha entrado en juego el pensamiento.
Por eso las narraciones, las historias, nos atraen, nos despiertan, antes que nada, las emociones. Y después es cuando actúa nuestro pensamiento al preguntarnos, ¿y ahora qué va a pasar? Así es como llega a nuestro cerebro la narración, a través de la emoción.
No hay razón práctica sin sentimientos. Nadie que no sea ajeno a la psicología o a las neurociencias discute ya esta tesis. Todas las ciencias sociales parten hoy del supuesto de que somos seres emotivos y no solo racionales.
—VICTORIA CAMPS, filósofa
El profesor de marketing, John Berger, siguiendo las ideas expuestas por Malcom Gladwell en Las claves del éxito , afirma en Contagioso (Gestión 2000, 2014 ) que «los mensajes que provoquen el sobrecogimiento y los que produzcan una gran excitación (risa, inquietud, enfado, ira…), tendrán más probabilidades de ser difundidos».
En una palabra, ser más virales.
De la emoción al sentimentalismo
Llegados a este punto, conviene hacer una acotación. Si bien es cierto que durante mucho tiempo las emociones fueron relegadas en beneficio de la razón, en la actualidad estamos en el extremo contrario, en el culto a la emoción. A este fenómeno el psiquiatra inglés Theodore Dalrymple, lo denomina en un libro del mismo título, «sentimentalismo tóxico».
Dalrymple considera que el sentimentalismo, entendido este como «el culto al sentimiento», el culto a la emoción pública, está corroyendo nuestra sociedad. A esta situación se llega cuando el sentimiento con el que se defiende una situación es más importante que los hechos (el conocimiento) en los que se basa.
Fue Cleóbulo, uno de los siete Sabios de Grecia, quien escribió en el templo de Apolo en Delfos esta máxima, «óptima es la medida».
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